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TRIBUNA

¿Y qué decir de S. E. mi señor don Juan de Austria!

ARLOS ASENJO SEDANO

Lunes, 9 de junio 2008, 04:35

DON Juan de Austria, el hijo bastardo del emperador Carlos V y de la alemana Bárbara Blomberg, idealizada su figura en mis lecturas infantiles de Jeromín, del padre Coloma, siempre cautivó la atención de aquellos mis años por su currículo valeroso al mismo tiempo que por su romántica estampa, en cuya apreciación la gran victoria de la Liga católica en Lepanto no dejaba de ser el gran soporte. Después, por razones obvias, concretadas en esa época de los Austrias mayores, no he tenido más remedio que tropezarme y hasta alternar con el famoso personaje. Y, lógicamente, examinar muchas de sus referencias y muchas biografías entre las que descuellan las del marqués de Mulhacén, Marañón,Yeo, Petrie, Hammen, Torne y otros, y, últimamente, el estudio, o más bien hagiografía, que le dedica José Antonio Vaca de Osma, más ditirámbica que crítica.

Y de una manera tangencial, por lo mucho que llamaba mi atención, por otras razones, la obra de Mercedes Fórmica, La hija de don Juan de Austria, publicada en la Revista de Occidente, en 1973, que serviría al escritor Antonio Enrique, el famoso poeta de la diferencia, ¿qué diferencia?, para montar la trama de su libro Tres mujeres en un castillo solas, que mereció el reproche de la Fórmica por razones que no son del caso.

El historial heroico de don Juan de Austria, tan novelesco en su niñez, étnicamente tan poco español a pesar de su educación castellana camuflada de anonimato a cargo de don Luis Méndez Quijada, y más concretamente, de su esposa, doña Magdalena de Ulloa, ha sido narrado multitud de veces, especialmente por lo que toca a su intervención en la Guerra de los moriscos de Granada (toma y arrasamiento de Galera) así como por su liderazgo en la batalla de Lepanto y posterior Toma de Túnez, así como por su desesperada actuación en los Países Bajos, donde dio indudables muestras más de valor que de auténtica jerarquía, a pesar de la asistencia, en todo momento, a su alrededor, de los mejores capitanes españoles de la época. Por lo cual no será ese el tema de este artículo. Y sí más bien el paralelismo en comportamientos humanos, en su vida particular, amorosa, que hace Vaca de Osma entre el Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, y don Juan de Austria, para mi inaceptable. En ese terreno, mientras el Gran Capitán siempre se mostró como un auténtico hombre cargado de dignidad, dentro y fuera de su matrimonio y de su familia, con una acrisolada actitud religiosa en consonancia con la fe que profesaba, el vencedor de Lepanto se nos aparece como un auténtico Tenorio en su versión más desvergonzada de calavera aprovechón de su nombre y calidad poco en armonía con las obligaciones derivadas de tal situación.

Es Mercedes Fórmica quien mejor nos ilustra, de entrada, de sus amores con una dama llamada María de Mendoza, de la que tiene dos hijos. Una hija que será la famosa protagonista del proceso ligado al Pastelero de Madrigal y la conspiración contra Felipe II (de que me ocuparé en otra ocasión, si viene a cuento), que llevó a la horca al pastelero Gabriel de Espinosa; y un hijo, Francisco, que se empeñan, la Fórmica y Vaca de Osma, en situar en Jérez del Marquesado, según ellos en plena Alpujarra, por aquello de que esta villa o lugar era del Señorío de los Mendoza, ignorando que el Marquesado del Cenete nada tiene que ver con la Alpujarra (está a sus espaldas), y que, a la sazón, cuando don Juan de Austria cabalga por Granada en la Guerra de los moriscos, ya no reside ningún Mendoza ni en su castillo famoso ni tampoco en el Señorío. En todo caso, el Austria parece haberse desentendido totalmente de estos dos hijos (lo que sólo hizo su padre, a medias, con él), aunque su hija, la amante del Pastelero, llegara a ser abadesa de las Huelgas.

Pero, tras Lepanto, don Juan se estacionó, por orden del Rey Felipe, en Nápoles, la tierra más hermosa para el buen vivir (España lo era sólo para el triste morir ), en donde todos los aventureros de nuestros Tercios buscaron y supieron de la gloria esplendorosa de la carne sin hipotecas de escrúpulos, a la pata la llana. Y allí fue la apoteosis de nuestro héroe, con el que solía competir el viejo cardenal Granvela, Virrey del reino, rijoso empedernido y desahuciado a pesar del capelo .«Para V.E., Nápoles es la ciudad apropiada para que de las hazañas del campo de Marte paséis, aunque novicio, al jardín de Venus», le aconsejaba el viejo cardenal obsequioso al vencedor de Lepanto.

Y asentado en Nápoles, con algunas escapadas a Madrid, y la efímera conquista de Túnez, Su Excelencia, como le llamaba su hermano, Felipe II, sólo se ocupaba en el usufructo de las napolitanas y afines, dejando descendencia por todas las esquinas, tal cual si su misión allí fuera reconquistar de nuevo aquella tierra ganada por el Gran Capitán, aunque ahora a fuerza de braguetazos indiscriminados. Y así, entre este derroche de energía y pasatiempos, sobresalen la bella Diana de Falangota, a la que consiguió, con hija incluida, y a la que, para compensarla, enseguida le busco marido de tapadera, previo soborno de sus padres con cargos políticos. A la cual siguió Zenobia Saratosia, con hijo, y convento para ella como premio. Y enseguida, o simultáneamente, doña Ana de Toledo, a la que obsequió con cuarenta esclavos de los mejores Y así un rosario no de cinco misterios sino de cinco mil, que un poco más de tiempo en Italia, y Su Excelencia el héroe de Lepanto deja repoblado todo Nápoles Y esto de tal manera, que el Rey le tuvo que advertir sobre los peligros de su salud y de su conciencia «ya que corría de una mujer a otra, fueran nobles o plebeyas, y rara vez gozaba más de una vez a una mujer, ni volvía a ver de día a la que había gozado de noche» (Marañón)¿ Ah, Nápoles, mi ventura, pero Flandes mi sepultura¿

Porque el rey Felipe, que no estaba por la labor, pronto le ordenó que se fuera para los Países Bajos para tratar de arreglar el desaguisado de aquellos revoltosos que ni la mano dura del duque de Alba, ni la más diplomática de don Luis de Requesens habían conseguido meter en vereda. Y por medio el espantoso asalto de Amberes. Y allá se fue don Juan, ¿tan joven!, tratando de avenirse a la Pacificación de Gante y al Edicto Perpetuo.. Pero, no por eso, abdicando de su furor erótico, aquí con la flamenca Diana Dormartín, marquesa de Havre, y todas sus epígonas, que la brevedad de su tiempo no permitió que fueran legión Hasta que un día, Su Excelencia se sintió enfermo en la compañía del maestre de los Tercios, su amigo, el accitano don Lope de Figueroa, en cuyos brazos se apresuró a morir, en un mísero palomar, en la paz del Señor y acaso soñando en las huríes de Mahoma, y cuando tantas esperanzas había puestas en su persona y en su talento y en otras virtudes que no son del caso El Gran Capitán era de otra madera. Claro está que buena parte de los éxitos de nuestros Tercios como los de nuestros conquistadores de América se debieron a este furor erótico a la manera del héroe de Lepanto. Y puede que nuestro posterior declive radique en su pérdida.

Hubo que traer a don Juan, muerto, a España aunque a través de Francia, la enemiga. Y, vista la cuestión, decidieron trocear el cadáver y en diversas bestias cargar, por separado, parte de los despojos para mejor disimular. Así, hasta llegar a España donde lo rejuntaron y cosieron para darle honorable sepultura en el monasterio del Escorial ¿Qué así acaban las glorias de este mundo de mentiras!...

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