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JOSÉ TORNÉ-DOMBIDAU Y JIMÉNEZ
Martes, 14 de octubre 2008, 04:11
UN indiscutible hecho más del convulso tiempo que vivimos es que la magna idea de una Europa unida para la paz y la prosperidad está, en este preciso momento, en el dique seco. Se debe al francés Monnet, a mediados del pasado siglo, la atrevida idea de crear una autoridad común y superior a los gobiernos de Francia y Alemania para controlar los dos materiales precisos para hacer la guerra de entonces -y tal vez de ahora-: el carbón y el acero. El brillante plan fue seriamente tomado en consideración por el patriarca de las instituciones comunitarias, el entonces ministro francés de asuntos exteriores Robert Schuman, quien expuso públicamente el proyecto el 9 de mayo de 1950. Al plan se sumaron otros países europeos que, mediante el Tratado de París de 1951, decidieron crear el embrión de la actual Unión Europea: la CECA, un mercado común con fines pacíficos para reconstruir la arruinada Europa de 1945, consolidar la paz entre las naciones victoriosas y vencidas y asociarlas en un marco de instituciones compartidas regidas por los principios de igualdad y democracia. Ésta es, en síntesis, la filosofía que inspiró la génesis del ente comunitario europeo: evitar futuras guerras y desavenencias y procurar el bienestar económico y social de los europeos. A la vista del éxito obtenido, los seis países fundadores decidieron crear otra asociación, la CEE, por el Tratado de Roma de 1957. Se trataba de un mercado común más amplio que abarcaba bienes y servicios, la supresión de derechos de aduana y la implantación de políticas comunes, como la agrícola y la comercial. Tal fue el triunfo de estas organizaciones supranacionales -más dinero para gastar, más alimentos para consumir y más objetos en las tiendas- que en 1973 otros países pidieron el ingreso, entre ellos el importante Reino Unido. Y así tuvo lugar la primera ampliación, de seis a nueve países miembros. A partir de esa fecha, un rosario de ampliaciones se ha desencadenado, entre ellas las correspondientes a España y Portugal (1985), una vez que estos dos Estados se dieron un sistema político democrático y garantizaron una economía homologada a la de los socios fundadores. En 1979 tuvo lugar un acontecimiento histórico para la Comunidad Europea: las primeras elecciones al Parlamento Europeo por sufragio universal directo. Un germen de supraestructura política común aparecía en el horizonte de Europa. Empero, la recesión económica sufrida en los comienzos de los ochenta provocó la primera crisis comunitaria, la del llamado «europesimismo». Gracias al fuerte liderazgo del político galo y presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, se pudo remontar tal estado de ánimo. En efecto, la vocación europeísta de ésta gran figura de la política europea hizo publicar un Libro Blanco para la construcción del 'mercado único' lo que se plasmó en el Acta Única que entró en vigor el 1.7.1987. A continuación, un hecho de trascendentales consecuencias históricas aconteció: la famosa caída en 1989 del vergonzoso muro de Berlín, que supuso importantes efectos para la política europea y mundial. Maastricht también ha quedado como un nombre emblemático en la historia de la construcción europea: dio nombre al Tratado por el que se crea la actual Unión Europea, con indisimuladas pretensiones políticas de unir los distintos Estados comunitarios. Mientras tanto las adhesiones han continuado, llegando hoy a la ya respetable cifra de veintisiete países asociados. Otro sueño ya está hecho realidad: una moneda única, espectacular logro histórico. Sin embargo, como toda empresa humana, la Unión Europea está tropezando en su camino con serios obstáculos, cuya superación es hoy poco menos que impredecible. En primer lugar, se critica por los sectores de la izquierda, que es un mero Club económico de países que se guían por los balances de sus empresas económicas y políticas financieras. Sin embargo, puédesele contestar a este reproche que es indiscutible que las instituciones comunitarias han favorecido un palpable bienestar para los trabajadores y la población europea en general, ampliando derechos y coberturas sociales, y creando una legislación laboral avanzada y más tuitiva para el empleado. También es frecuente oír que un auténtico cáncer comunitario está constituido por la burocracia a su servicio: demasiados funcionarios, espesa organización administrativa, complejidad de los procedimientos, excesiva tecnificación de las competencias y una clara pretensión de constituir una tecnocracia, es decir, el peligro de crearse un poder fáctico representado por los escalones superiores de la función pública europea. No obstante, aunque los anteriores análisis pueden tener un fondo de verdad, donde yo estimo que hay verdaderos problemas para el futuro de la Unión es en otras cuestiones. La primera es la carencia actual de fuertes liderazgos convencidos del proyecto europeo. Salvo los casos de los fundadores, de Delors y de Aznar -que junto al polaco Kwasniwski plantó cara al resto de la Unión-, los gobernantes comunitarios lo han sido de puro trámite. La segunda dificultad, muy discutible, que se le presenta a la Unión en toda su crudeza, es el asunto de las ampliaciones. ¿Cuántos miembros más vamos a ser? Ya somos un mosaico de países. ¿Cuál va a ser el criterio para recibir más miembros o para rechazarlos? Piénsese que forman parte de esta 'familia' países que estuvieron integrados en la URSS, muy lejos del pensamiento de los artífices de la fundación. ¿Se estará deformando la Unión? Por otra parte, tenemos llamando a la puerta un país musulmán con un contradictorio poder militar laico, Turquía. Es un serio aprieto. El caso turco, ¿cumple con los requisitos y espíritu de los tratados originarios? El islamismo, ¿es europeo? Si ingresa Turquía, ¿qué respuesta damos a Marruecos -que ya tiene acuerdos-, Túnez, Argelia ? Como se advierte, las ampliaciones pueden ser la muerte de la Unión por inoperancia, falta de unidad, excesiva heterogeneidad política, económica, cultural e, incluso, religiosa. Creo que sería perjudicial para la vida y el correcto desenvolvimiento de la Unión. Son, por tanto, serios retos los que esta asociación interestatal con instituciones supraordenadas a los propios Estados -como le definen Catalano y Scarpa-, tiene propuestos encima de la mesa. Si a lo expuesto se añade el delicado y laborioso asunto de dotar a la Unión de una Constitución política -frustrada y aplazada-, se comprenderá que la hora actual de las instituciones europeas no es la mejor ni su futuro está despejado. Ni siquiera ahora los miembros de la Unión se ponen de acuerdo para adoptar medidas ante la crisis económico-financiera desatada. En consecuencia: liderazgo para conducir el proceso aglutinador, revisión de la 'alegría' asociativa y dotación de instrumentos políticos de cohesión y gobierno de la Unión son, a mi juicio, la idónea vía de solución, pero también los mayores desafíos y peligros que acechan a un verosímil modelo de Estados Unidos de Europa.
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