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JESÚS LENS
Martes, 17 de marzo 2009, 12:02
Estos días coinciden en las pantallas de cine varias películas que demuestran que, para algunos personajes, la edad de jubilación no existe y que no necesariamente cualquier tiempo pasado fue mejor. Aún con los músculos cansados, los rostros surcados por las arrugas y los cuerpos marcados con las cicatrices provocadas por el paso del tiempo, hay personas hechas de una pasta especial para los que la palabra rendición no se encuentra en su vocabulario.
La imagen con que arranca la película 'El luchador', de Darren Aranofsky nos sirve para arrancar un reportaje en que los protagonistas son esas viejas glorias, veteranos profesionales que se resisten a jubilarse, bien por convicción, bien porque la vida les obliga a seguir adelante, siempre adelante.
La última película de Mickey Rourke comienza con unos excepcionales títulos de crédito que, a través de los recortes de prensa, narran la historia triunfal de Randy 'The Ram' Robinson. Una historia que termina desembocando en una de las imágenes más cargadas de patetismo de la historia del cine: el envejecido luchador, sentado en una silla, medio de espaldas, absolutamente roto y derrotado, después de una infame pelea de lucha libre en un antro de la peor estofa. Esos grasientos pelos rubios, esas cicatrices, los estragos del tiempo, los abusos, la violencia y la vida al límite, reflejados en el maleado rostro que sólo Mickey Rourke puede prestar a 'The Ram'. La nariz destrozada, los pómulos masacrados, los ojos hundidos... una cara que es el espejo de un alma rota y destrozada por una vida insensata y absurda... en teoría.
Porque muy pronto seremos testigos de la otra dimensión de 'The Ram'. Un tipo noble, respetado por sus compañeros más jóvenes, a los que alecciona y enseña algunos trucos. Duchado y arreglado, 'The Ram' hace partícipe al espectador de la fraternidad que se genera entre esos gladiadores de pega que son los 'actores' de lucha libre. Actores de una representación de Gran Guiñol que, para su espectáculo de sangre, sudor y lágrimas, exige entrenamiento, sacrificio y trabajo muy duro.
Como ocurre con el boxeo, el otro gran deporte del ring. Habla un comentarista de televisión, alborozado, sin poder evitar una sonrisa cuando dice: 'Me he criado viendo las peleas de Rocky Balboa. Nunca pensé que tendría la ocasión de transmitir uno de sus combates'. Aunque nadie esperaba nada de la vuelta de Stallone al personaje que le consagró en el mundo del cine, 'Rocky Balboa' supuso un más que digno canto a la nostalgia, a través de un boxeador tan simpático como torpón que se empeña en conseguir una licencia que le permita subir al ring, por última vez, en un combate de exhibición. Se trata, con ello, de dignificar a esas personas mayores que se resisten a una retirada que les aparta de todo lo que ha sido su vida: entrenar, correr, pelear y combatir.
En esta ocasión, no hay ningún título en juego para Rocky. No quiere pelear en pos del cinturón de campeón de los pesos pesados. Se trata, tan sólo, de demostrarse a sí mismo y a los demás que la edad no es un impedimento para seguir ganándole combates a una vida rutinaria, aburrida y acomodada. Por eso, ver a Rocky volviendo a entrenar en un congelador, pegándole duro a los solomillos congelados de vaca o levantando barriles de cerveza y, por supuesto, subiendo las célebres escaleras de Filadelfia al son de 'El ojo del tigre'; reconcilian al espectador con una forma activa, optimista y vitalista de encarar el necesario e inevitable paso del tiempo.
Rebeldes con causa
Hay otros deportes, menos violentos, sin duda, en los que la veteranía puede ser un grado. Como el billar, por ejemplo. Hubo una vez un jugador mítico, Eddie Felson, conocido como Relámpago, que retó en singular combate al Gordo de Minesotta. 'El buscavidas', una obra maestra en blanco y negro de Robert Rossen nos presentó en 1961 a un atractivo Paul Newman, luchando contra el alcoholismo y la soledad que le convertían en un eterno perdedor.
Veinticinco años después, Martin Scorsese juntaría a dos mitos del cine en una película, 'El color del dinero', que reportaría a Newman el primer Oscar de su carrera. Eddie Felson, retirado de los salones de billar por culpa de las mafias de las apuestas conoce a un impetuoso jovencito que, con un taco en las manos, es un cañón. Tom Cruise, con esa cara de niño bueno, se convertirá en el aventajado alumno de un Felson que, llegado el momento, no podrá evitar la llamada de la naturaleza, romper con su pupilo y volver a jugar al billar. Lo primero que necesitará: unas gafas graduadas que le permitan tener la mejor perspectiva de la mesa. Y, después, por supuesto, retar a su hijo adoptivo. ¿Quién es el mejor? ¿El viejo maestro o el alumno brillante? Impresionante, el final de la película, con un Newman repleto de arrugas, pero con el pulso firme, rompiendo el triángulo de bolas multicolor, con contundencia, mientras pronuncia el célebre: '¡He vuelto!'.
Otro famoso duelo entre viejos y jóvenes es el que protagonizaron Steve McQueen y Edward G. Robinson, esta vez sobre el tapete de una mesa de cartas, en 'El Rey del juego'. El pequeño actor con cara de sapo, feo, gordo y abotargado, interpretaba en la clásica película de Norman Jewison al Rey, el mejor jugador de póquer de los Estados Unidos. El atractivo Steve McQueen era el chulito y codicioso Cincinatti Kid, aspirante al trono de un monarca al que creía acabado y al que intenta humillar más allá de la mesa de juego.
En una memorable secuencia, de infarto incluso para los que nada saben de naipes, una Dama, y no nos referimos sólo a una carta en este caso, determinará el curso de una partida imborrable en el recuerdo de los amantes del cine que todavía piensan, efectivamente, que resistir es vencer.
Indiana Jones no se jubila
Pero las relaciones entre los jóvenes y los veteranos no siempre tienen que ser celosas y destructivas. Hay otra vieja leyenda del celuloide, Indiana Jones, que encontrará en la juventud de su hijo el apoyo necesario para salir con buen pie de una última y desmesurada aventura. Y es que en la última y esperadísima cuarta entrega de la saga del mítico arqueólogo, 'Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal', la (provecta) edad de los personajes es uno de los temas recurrentes del guión.
Sabiendo que una de las posibles críticas a que se iba a enfrentar este Indi era la improbabilidad de creernos a un hombre de acción de sesenta y pico de años, a lo largo del metraje son continuas las alusiones a su vejez. Desde el principio, las canas y las arrugas se apoderan del rostro del Dr. Jones y la secuencia inicial nos lo presenta volando con su látigo, pero de una forma tan torpe que le hace errar en el lugar de aterrizaje. Podríamos decir que los guionistas han optado por aquello de 'más sabe el diablo por viejo que por diablo'. Achacoso y avejentado, Harrison Ford aporta al personaje de Indiana toda la sabiduría de la experiencia y la retranca de una vida de azarosas aventuras, hasta llegar a ese final en que su decidido hijo coge del suelo el característico sombrero de ala ancha del Dr. Jones. Lo mira y se dispone a ponérselo cuando el veterano arqueólogo se lo quita de las manos y se lo encasqueta en su cabeza, sonriendo. «No», parece decirle, «todavía no me ha llegado la edad de jubilación».
Eterno Eastwood
Pero si hay un actor y director que ha sabido captar a las mil maravillas la dignidad y la serena aceptación del paso del tiempo ha sido Clint Eastwood. En su más reciente estreno, 'El gran Torino', que amenaza con ser la última película interpretada por el ya conocido como 'Último clásico del cine americano', el actor da vida a un jubilado, veterano de la Guerra de Corea, que odia a los orientales y que, paradójicamente, vive en un barrio atestado de ellos. Por haces del destino, se enfrentará a una banda, con la rudeza que caracteriza a algunos de los personajes de Eastwood (de hecho se rumoreó que con esta película recuperaba al mismísimo Harry el Sucio) y se convertirá en adalid de esos inmigrantes.
El principio de esta especie de canto a lo crepuscular que han sido varias de las últimas películas de Eastwood comenzó en 1992, con 'Sin Perdón', un extraordinario western, premiado con varios Oscar, en que el protagonismo es para un achacoso granjero, William Munny, antiguamente, un célebre ladrón y asesino. Un hombre notoriamente despiadado y de carácter violento que, por el amor de una mujer, se convirtió en un buen padre de familia. Sin embargo, una epidemia está diezmando los cerdos de su granja y, para ganar dinero, se verá obligado a volver a montar su caballo y blandir sus armas, convertido en asesino a sueldo.
-«Matar a un hombre es algo muy duro. No sólo le quitas todo lo que es sino todo lo que puede llegar a ser».
Así explica Munny la esencia de su profesión a un joven aprendiz... antes de que éste se vea invadido por el pánico y salga corriendo. La sabia y premonitoria voz de la experiencia, que terminará por desatar una tormenta de sangre y fuego en el siniestro pueblo de Big Whisky.
Y están, por supuesto, los 'Watchmen', esos vigilantes enmascarados que protegían la América inventada por Alan Moore y Dave Gibbons en el tebeo más famoso y alabado de la historia, recientemente trasladados al cine por obra y gracia de Zack Snyder. Rorschach, Buho Nocturno, Espectro de Seda o el Comediante son antiguos justicieros, quitados de la circulación por un Acta del gobierno en contra de la actividad de los vigilantes que, sin embargo, se verán obligados a volver a la acción, aunque el tiempo no haya pasado en balde para ellos y, ni mucho menos, para sus antecesores.
Y las mujeres, ¿qué?
A todo esto, ¿no resulta llamativo que el cine sólo parezca darle segundas oportunidades a sus protagonistas masculinos?
Por desgracia, para las mujeres, el paso del tiempo tiene efectos mucho más letales que para los hombres. Pero siempre hay excepciones. Como la Meryl Streep de 'El diablo viste de Prada' o 'Las horas'. Y, por supuesto, la inconformista Susan Sarandon de 'Thelma y Louise', una road movie protagonizada por dos mujeres que no se resignan a jugar el secundario y discreto papel que la sociedad les tiene asignado. Y es que, como dijera el cineasta sueco Ingmar Bergman, «envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena».
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