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ITSASO ÁLVAREZ
Sábado, 28 de marzo 2009, 03:18
Señorial y decadente, lánguida y cautivadora, así es la Lisboa que cada día amanece entre las notas de una nostálgica guitarra de doce cuerdas. La ciudad parece una dama del siglo XIX recostada sobre una aterciopelada 'chaiselongue' que, con un pañuelo de seda y encajes sujeto por la punta de los dedos, se alivia el sofoco de una extraña añoranza. Acurrucada, abrazada, arremolinada entre siete colinas y un horizonte que se pierde en el Tajo y el Atlántico, donde se adivina el esqueleto del Puente del 25 de Abril, la capital lusa abre estos días una primavera salpicada de jornadas azules amarilleadas por el sol, como en un juego de espejos.
Para los viajeros reincidentes: aunque Lisboa ha ganado en limpieza y modernidad, hay cosas que no cambian. Sigue habiendo adoquines en los que perder el tacón de las botas y que sirven para recordar que allí las prisas no valen. Sigue existiendo el chirrido de los viejos tranvías objeto de deseo de turistas y oriundos recalcitrantes, a pesar de que el trayecto es algo incómodo por las apreturas. Es tan bello verlos circular desde la acera como viajar en ellos. Y la Alfama, el Barrio Alto y el Chiado siguen pareciendo intrincadas medinas en las que un anticuario haciendo esquina es un punto de referencia imprescindible y una pequeña taberna de obreros en la que ofrecen bacalao con nata se antoja el culmen de una larga búsqueda sin objetivos definidos.
Y para los viajeros recién llegados, tres barrios (uno para cada día de estancia por lo menos), cuatro plazas y un elevador, el de Santa Justa. Los primeros, abiertos al Tajo, configuran el corazón de Lisboa. Los vetustos Mourería-Alfama, la elegante Baixa-Chiado -donde Fernando Pessoa escribió parte de 'El libro del desasosiego', en el primer piso de la oficina encima de la joyería Moitinho- y el bohemio Barrio Alto. Todos ellos se encuentran inmersos en una orografía ondulante y repletos de rincones, personajes, arquitectura, música, gastronomía y demás elenco de caracteres que los convierten en unidades con personalidad propia. Más allá encontramos la Lisboa moderna que demuestra su pujanza de cara al futuro reflejada en la impresionante muestra de vanguardismo arquitectónico del Parque de las Naciones, que acogió la Expo.
Y en cuanto a las plazas: Restauradores, Rossio (o Pedro IV), Figueira y Comercio. Por las brillantes calzadas adoquinadas que alfombran el centro urbano de mosaicos en blanco y negro se llega a todas ellas.
Caminando aquí y allá, cuesta arriba y cuesta abajo, se descubren curiosos oficios aún en vigor. Plastificadores de documentos, mujeres ondeando banderas publicitarias en semáforos, vendedoras de claveles, músicos y limpiabotas. Sin contar con la legión de camareros que al pie de los innumerables restaurantes y terrazas ofrecen las bondades de sus fogones con suma amabilidad y en un español mezclado con inflexiones eslavas y entonaciones nasales. Se quitarán mérito con un «desde luego, si ustedes, los españoles, son nuestros vecinos». ¿Pero es que aquí sabemos portugués así por las buenas? Ni los camareros, profesionales todos ellos, tampoco.
La tarjeta de memoria de la cámara de fotos echará humo en los barrios históricos. Tejados de tejas rojas, naranjas y ocres. Casas pequeñitas y calles con escaleras, gente en las puertas y bullicio de aldea. Los azulejos, que cubren muchas fachadas de colores desvaídos por el tiempo. Las balconadas de hierro forjado, las paredes de algunos edificios pintadas con tonalidades deslumbrantes y la ropa tendida como velas al viento. Paisaje vivo y multicolor.
Lisboa adquirió relevancia en los siglos XV y XVI, al ser el punto de partida de los descubrimientos marítimos y convertirse en un gran depósito comercial durante siglos. El 1 de noviembre de 1755, un fuerte temblor de tierra sacudió la ciudad, dejándola casi totalmente destruida. Cuarenta minutos después, tres maremotos engulleron el puerto y la zona centro, subiendo aguas arriba del río Tajo. La Lisboa que fue.
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