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RAFAEL GAN
Domingo, 14 de junio 2009, 04:15
Recorriendo la comarca sin GPS -ni tengo ni falta que me hace- salí de Motril en dirección a poniente. Por la carretera del ferial atravesé luego el llano de Puntalón y seguí ascendiendo entre cortijos y fincas de subtropicales, deseando alcanzar unos pinares que, en lo alto, invitaban a alejarme del mundanal ruido. Pero fue llegar al primer cruce importante, a siete kilómetros de la capital costera, que mi atención se desvió a la izquierda. Allí cerca, con un cartel que indicaba 'La Garnatilla', se adivinaba una pequeña y medio oculta aldea; un pueblo blanco desconocido a los pies de la sierra, rodeado de pinares. ¿La Garnatilla?, ¿tendrá algo que ver con Granada?, ¿merecerá la pena ir?... «No sé pero, si no me acerco, nunca lo sabré. Lo mejor será dejar el coche en el cruce y subir andando por esta vereda», me dije y me interné a pie por el antiguo camino que va paralelo al barranco mostrando su frondosidad: pitas, higueras, granados, escaramujos, almendros más bien abandonados...
Al-Garnata
Este camino va a dar a la parte baja del pueblo, al barrio de Triana, nombre moderno de lo que fue parte de la alquería musulmana Al-Garnata, origen de La Garnatilla según algunos historiadores. Un lugar apacible y encalado que esconde todavía algunos rincones de interés como su pilón de piedra, «una fuente escasa pero de excelente calidad que sirve para uso del vecindario y abrevadero de los ganados» dice Madoz en su 'Diccionario Geográfico', una obra que recomiendo a quienes desean saber más sobre el pasado de nuestra comarca. El lugar invita a pasear y ver, a tomar fotos o, para los más artísticos, a pintar sus rincones con encanto: las eras, la otra fuente, el camino de las Fuentezuelas, el puentecillo de Triana por donde, cual Macarena sevillana, cruza cada año la Inmaculada...
Y así, al recorrer el barrio y pasar junto al bello y restaurado lavadero de Ayacaras, el visitante puede imaginar añejas estampas de mujeres con las blusas arremangadas, delantales de faena, canastos de mimbre cargados de colchas, sábanas, enaguas y trapos sucios; agua clara y cantarina que desciende por los barrancos del cerro Conjuro; olor a jabón casero -todavía hay vecinas que lo elaboran y usan- bajo la sombra del cobertizo; apaleo de prendas sobre la piedra dura que sueltan su mugre y despliegan luego su blancura al sol entre aromas de romero, adelfas y aulagas... Pero bueno, lejos de imágenes típicas y tópicas -esta situación se revivió, sin embargo, no hace mucho- sí es cierto que La Garnatilla es un pueblo celoso de su historia y de sus señas de identidad. Tanto que durante todo el año celebran diversos actos, fiestas gastronómicas como el puchero de hinojos, recuperación de tradiciones. Y, sobre todo, un encuentro de garnatilleros que se convierte en la ocasión de reunir a todos los oriundos de esta localidad y a sus descendientes.
Sencillo y alegre
Un acto sencillo pero alegre y sentido al que acuden familias enteras de motrileños -muchos de una u otra manera 'remanecen' de aquí- a esta pequeña Granada que tiene 130 habitantes pero llegó a contar con tres centenares. La emigración a tierras lejanas, sobre todo a la ciudad argentina de Albardón, con quien están hermanados, dio paso a un intenso despoblamiento atenuado sólo en parte por la presencia de algunos extranjeros bastante integrados y queridos.
«Lo mejor será volver sin falta», me dije al enterarme de que esta fiesta será el sábado que viene, día 20. Habrá misa cantada, reconocimiento a los octogenarios del pueblo y al conocido y malogrado Manuel Morales Correa, escenificación de la velada del santo, cante y baile cortijero, animación...
La cita es en la plaza de la iglesia, un cuidado y elegante templo de 1796 dedicado a san Cecilio cuyo patronazgo celebran por todo lo alto a finales de julio en unas animadas fiestas de las de antes, de farolillos de colores y mesas y sillas de madera, rentoy y cucañas, verbena hasta el amanecer, despertar de músicos que recorren las casas una a una..
En definitiva, sabor auténtico de pueblo -no son tópicos, lo aseguro- pues La Garnatilla, a pesar de su dependencia de Motril, siempre tuvo un alcalde pedáneo cuya vara de mando se guarda en la sede la activa Asociación san Cecilio.
Un centro que acumula toda una colección de fotografías de sus habitantes desde finales del siglo XIX y que, si preguntan, algún vecino les enseñará con gusto. Y a buen seguro les indicará nuevas rutas como la pista forestal de seis kilómetros que parte desde aquí y se interna en la sierra del Jaral, el alcornocal de Lújar, la aldea de Jolúcar. Un paraíso para los buscadores de setas, para los excursionistas o los ciclistas que frecuentan el carril de tierra.
Al salir del pueblo, sin perder detalle de algunas callejuelas, me encaminé hacia el cementerio -los alrededores de La Garnatilla ofrecen buenas fotos- para ver el pueblo con perspectiva.
Y desde la bella era de de los Vecinos, lugar de trilla comunal, me senté en un banco. Allí quedan aún las grandes piedras del molino de la finca Trujillo, se ve la era de los Huertos abajo, las formas geométricas y blancas recortadas en el verde del pinar, el cortijo Oliver, lomas. «Sí, por supuesto, el desvío bien ha merecido la pena», concluí mientras la tarde se ponía a mis espaldas.
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