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JUAN RAMÓN OLMOS
Sábado, 12 de enero 2013, 01:22
"¿Cuándo y dónde podemos vernos? Un abrazo". La persona que puso esta frase en el muro de un amigo en Facebook probablemente aún no sabía que él ya estaba muerto. Este tipo de situaciones incómodas, que de siempre se han dado tras el fallecimiento de alguien -llamadas a su teléfono para preguntarle si quiere cambiarse de compañía de móvil, por ejemplo-, se han extendido desde hace unos años al ámbito de Internet y las redes sociales. Antes, colocar una esquela en el periódico bastaba para certificar públicamente la muerte de alguien. Ahora, no es suficiente.
El rastro que dejamos mientras estamos vivos es difícil de borrar en Internet, como se contaba en este artículo. Pero, si a eso añadimos las complicaciones de no disponer de las contraseñas del fallecido, o de ni siquiera estar seguros de cuántas cuentas de correo o en diferentes páginas podía tener, la taera puede ser muy ardua. Para empezar, habría que borrar los primeros resultados que ofrece la persona muerta en Google: normalmente, esos son los de sus cuentas en Facebook o Twitter.
En el caso de la primera, el proceso pasa por solicitar una cuenta conmemorativa. Se trata de rellenar un cuestionario indicando el nombre de quien ha muerto, su dirección de correo, la de su perfil en Facebook, y la relación del fallecido con el que quiere cambiar su cuenta a conmemorativa (familiar, amigo...). Eso sí, también hay que enviar una prueba de que la persona en cuestión ha muerto, aportando el enlace de una nota necrológica o noticia, para evitar dar por fallecido a alguien vivo. Tras cumplir con estos pasos, se le ofrecerá la posibilidad de cerrar posteriormente por completo la cuenta del fallecido.
Respecto a Twitter, hay que escribir a privacy@twitter.com para pedir el cierre de la cuenta de alguien que murió. Se deben remitir los mismos datos que en el caso de Facebook, aunque Twitter sí facilita más las cosas: si no dispone de artículo de prensa o necrológica, vale una copia del certificado de defunción, pero traducida al inglés mediante un servicio jurado. A partir de ahí, esta red social puede eliminar su cuenta y colaborar con la familia guardando y enviando copia de todos sus tweets públicos. Ahora bien, tanto en el caso de Facebook como en el de Twitter, no tendrán acceso a los mensajes privados que haya mandado o recibido la cuenta del fallecido -a no ser, claro, que conocieran la contraseña del difunto.
Conforme más tiempo pasamos en Internet, más huella dejamos, y eso es lo que se lamenta en algunos casos. Por ejemplo, en aquellas muertes que aparecen en los medios de comunicación, resulta difícil que las imágenes de los fallecidos, y algunos de sus datos, obtenidos vía Facebook o Twitter, no se hagan públicos.
El motivo es sencillo: fueron los propios difuntos quienes decidieron compartir libremente en Internet sus fotos o escritos. Fue bajo su responsabilidad como decidieron que unos terceros tuvieran acceso a cierta información privada suya, así que se exponían a que esa información fuera luego utilizada por esos terceros. Evidentemente, esa decisión se puede revocar. Sin embargo, para cuando eso tiene lugar, la viralidad de Internet ha provocado en muchas ocasiones que esa misma información se haya distribuido por la Red. A esto se suma que, hoy por hoy, pensar en una legislación que controle estos asuntos parece muy complicado.
En definitiva, resulta extremadamente difícil que no quede rastro de la existencia que hemos pasado en Internet. Por ello, conviene ir asumiéndolo e incluir en los testamentos lo que queremos que sea de nuestras existencias virtuales: no se trata solo ya de contraseñas de redes sociales, sino también de claves de almacenaje de vídeos o de acceso a plataformas de pago. Eso también forma parte de la herencia que dejamos a nuestros seres queridos.
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