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ANDRÉS MOLINARI
Miércoles, 26 de junio 2013, 03:32
Desde las cuerdas de Pitágoras hasta los ordenadores de composición electrónica, en todos los tiempos han tratado de acercarse música y ciencia. Pero en el caso de Granada este acercamiento, lejos de ser metódico o ecuacional, ha sido físico y espacial. Desde la Colina de la Alhambra, Don Manuel de Falla y la Orquesta Ciudad de Granada han bajado hasta la ribera del Genil, acompañados de un inglés y un puñado de granadinos, para visitar nuestra casa de las ciencias por antonomasia. El motivo no era otro que poner música adecuada a la representación del Retablo de Maese Pedro, en los noventa años de su estreno.
Como parecía que esta obra, que no llega a la media hora, era poco para una sesión del Festival, la velada se completó con un recuerdo al centenario de Benjamin Britten y otra obra de Falla que también usa el clave. Y bien podían haberse ahorrado el añadido, porque poco bien le hicieron ambas obras a la maravilla titiritera y ningún prestigio sacó la orquesta con sus ejecuciones.
Obra menor
La sinfonía simple, del autor británico, es obra menor pero graciosa; uno de esos recuerdos al clasicismo de Haydn que tanto se llevaban en los años treinta. La verdad es que para recordar al autor de Peter Grimes podría haberse escogido algo de más enjundia pero mejor así. Porque la Orquesta Ciudad de Granada, dirigida por Manuel Hernández-Silva no pasó de una lectura correcta, luchando con la seca acústica de la sala de conciertos improvisada en el museo y con algún ruido de aire acondicionado. De vez en cuando emergió el tono sentimental y poético del autor de Lowerstoft, con más esmero orquestal en esas cadencias líricas o en los pasajes con sordina que en los fuertes y plenos en los que la orquesta de cuerdas mostró ciertas asperezas de timbres y no pocos desencuentros de conjunción armónica.
Títeres portentosos
Tras un largo y desorganizado intermedio, que llegó a durar más que alguna de las obras, vino la sección dedicada a Manuel de Falla. Y la verdad es que el Concerto también podría haberse evitado. Porque su interpretación de lo más mediocre, ni por asomos a la altura de una orquesta de valía ni de un director que se precie. Y en este caso ni siquiera la excusa del público aplaudiendo en cada movimiento. Versión correosa y arrastrada, carente de gracia y ausente de la mínima alma evocadora, con el instrumento precioso de taracea pero casi inaudible, incluso empeorada por las proyecciones ambiguas y torponas que distraían más que sugerían. Un baldón en el festival.
Suerte que inmediatamente llegaron los portentosos títeres de Etcétera. Y la orquesta pareció despertar. Ante la maravilla escénica ideada por Enrique Lanz, todo lo anterior pudo incluso olvidarse. Una concepción teatral a la vez antigua o muy moderna, profundizada en tres planos. Adelante el real, con la orquesta muy mejorada a pesar de sus frecuentes fallos en el metal, pero con una percusión soberbia y una magnífica Laura Sabatel haciendo de Trujamán, muy por encima de sus compañeros. Luego los títeres gigantes que recuerdan el barroco de Don Quijote. Y detrás el taladillo con unos muñecos de tan románicos casi picasianos. Preciosos. Con una manipulación artesana, coloquial, casi de chacolines Gulliver. No se puede hacer mejor.
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