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Los padres de tres niños con trastorno del apego o vínculo afectivo, que los convierte en menores agresivos y con graves alteraciones de conducta. RAMÓN L. PÉREZ
Niños enfermos por el pasado

Niños enfermos por el pasado

Los padres adoptivos reclaman ayudas sanitarias y educativas para sus hijos con trastorno de apego | María, Juan y Marta reciben insultos y golpes de sus hijos, rotos emocionalmente por el abandono que sufrieron de bebés

Ángeles Peñalver

Granada

Martes, 9 de enero 2018, 01:25

María y Juan, ambos docentes en Granada capital, son matrimonio y adoptaron con cinco años de diferencia a dos bebés españoles que hoy tienen 16 y 11 años. Marta, profesora universitaria, hizo lo mismo y se convirtió en madre soltera hace siete años, cuando llegó a su casa, procedente de Rusia, Ismael, que ahora tiene 12 años y cursa primero de ESO. Los nombres que aparecen arriba son todos falsos, pero las historias que vienen a continuación son pura realidad. Desde muy pequeños, esos tres niños, abandonados por sus padres biológicos y víctimas de experiencias traumáticas desde la etapa fetal, presentaron un comportamiento movido, activo, nervioso... Con el tiempo, esa inquietud se ha convertido en un comportamiento desafiante y agresivo con nombre propio: grave trastorno del vínculo afectivo. Esto es, un comportamiento destructivo provocado por la ausencia de amor en los dos primeros años de vida que puede cursar con conductas antisociales, depresivas o incluso suicidas en etapas infantiles. Según cuenta Javier Herrera, presidente de la asociación nacional de ayuda Petales, no es raro encontrar en estos preadolescentes deseos de morir o una situación de enfado y ansiedad continuas.

María, Juan y Marta ya saben que -tras años de sufrimiento- no están solos. En la asociación nacional Petales cientos de familias están pasando por su mismo calvario, regado de visitas a psicólogos privados, a tutorías escolares, a salud mental infantil para tratar de proporcionarle bienestar a esos niños que parecen odiar la vida y que tienen pánico de volver a ser abandonados. Para demostrarlo agreden, insultan, desafían, retan a sus cuidadores o a sus iguales... Tanto esos tres progenitores granadinos -narra Javier Herrera, presidente de Petales- como el resto llaman constantemente a las instituciones educativas y sanitarias pidiendo ayuda para sus hijos. A veces se sienten juzgados por sus allegados y, en la mayoría de casos, rechazados también por el entorno escolar. «La incomprensión es letal».

Ismael, el hijo de Marta, llegó de Rusia después de que su madre biológica lo abandonara antes de los dos años. «Luego estuvo de acogida con una familia rusa, pero aquella mujer se quedó embarazada y lo devolvió. Cuando yo llegué al orfanato llevaba allí otros dos años». Aquel niño llegó a España un noviembre y en enero empezó a ir ala escuela infantil, aunque lo único que deseaba era jugar.

«Ahora me arrepiento, tenía que haberlo dejado jugar un año, pero nos centramos en los deberes y en el idioma muy pronto. En primero de primaria se tiraba al suelo y la profesora me dijo que tomaba tranquilizantes por culpa de mi hijo... Cuando volvía a casa, el niño se metía debajo de la cama». Marta lo tiene claro: el ámbito escolar ha empeorado el caso de Ismael y ha contribuido a que se sienta estigmatizado. «Todo ha ido mal, salvo con una magnífica tutora que tuvo en 3º y 4º, cuando todo fue bien como la seda».

El hijo de Marta -a sus 12 años- está en salud mental y tomando muchas pastillas, tantas, que ha engordado tremendamente en el último año. «Sin embargo no le han hecho pruebas de comprensión lectora y yo creo que parte de su frustración viene por los problemas en el colegio. También necesita abrirse y sanar lo que tiene dentro, pero no lo hace», insiste esta mujer que sostiene que su hijo es inteligente, imaginativo y creativo y «cuando está de buenas», alegre y divertido.

La mamá de Ismael no está muy de acuerdo con los tratamientos químicos de los psiquiatras y se queja de que el niño sólo recibe media hora de terapia cada dos meses en el SAS para explicar su comportamiento, para tratar de sanar sus emociones o para ayudarle a dejar de preguntar «20 veces al día»: «¿Me quieres, mamá?». Los psicólogos privados tampoco han dado con la tecla de ese crío que afirma: «Yo no voy a tener hijos porque he sufrido mucho». Ismael, ese preadolescente temeroso, tiene un único amigo en el que confiar, se siente rechazado y con una sensación continua de enfado que le hace reaccionar impulsivamente y proferir insultos. Luego se arrepiente, aunque sólo sabe disculparse escribiendo «perdón» en una nota de papel.

«No lo sabíamos»

Cuando María y Juan adoptaron a su primer hijo, con sólo 9 meses, no sabían lo que eran el vínculo de apego. Ni tampoco que había un trastorno muy grave de conducta asociado a los menores que no disfrutan en sus primeros años de lazos afectivos. Pese a eso, María se pidió una excedencia para estar con su bebé -que hoy tiene 16 años- porque anhelaba muchísimo la maternidad. Unos años más tarde, cuando llegó a su hogar el pequeño, con 14 meses, también dedicó unos meses a cuidarlo, ajena al trabajo. Aquel periodo no evitó que tanto Mario -quien ya desde bebé huía del contacto físico- como Pedro hayan rechazado a sus padres por épocas, no establezcan contactos ni relaciones profundas con nadie y sean desconfiados, además de incapaces de tener empatía. La ansiedad interior y el miedo que les corroe hacen que pongan a prueba a todos y a todo. El menor, si le gusta una niña en el colegio, no sabe otra manera de acercarse a ella que con brusquedad.

Los impulsos, la agresividad, su insensibilidad ante los castigos, recompensas o compromisos y su incapacidad para planificar o prestar atención han hecho de su paso por el colegio -y en el hogar- un camino espinoso, hasta el punto de que Pedro -a sus 11 años- apenas va a la escuela. Se queda en casa con Juan, quien se pidió un permiso laboral cuando los problemas de conducta de Pedro empezaron a agravarse. «Desde que te levantas hasta que te acuestas estás pisando cristales», resume la madre rota de dolor por su propio sufrimiento, por el de sus hijos y por la poca comprensión que han recibido de su entorno.

El padre de Mario -un niño alegre, servicial y desprendido si está de buenas- y de Pedro -cariñoso en casa y sensible con los críos con discapacidad- narra episodios auténticamente dramáticos en el seno familiar y cuenta la dura decisión que tomaron: «Mandar al mayor a un internado para que le pautasen todo el día con horarios, con tareas y rutinas que le proporcionasen seguridad. Va algo mejor, aunque últimamente está sufriendo mucho otra vez».

En Madrid

Pedro es el único que tiene acreditado un trastorno de apego en un informe médico. «Lo diagnosticaron en Madrid, en el hospital Niño Jesús, porque allí sí saben llevar estos casos y te ayudan. Nuestra experiencia en Granada es que ni Educación, y mucho menos Salud Mental, nos han dadon espuestas especializadas para que lo menores y nosotros podamos llevar una vida mejor», añade el progenitor.

María, Juan y Marta, cuyos hijos saben que son adoptados desde pequeños, coinciden en que la administración -en los cursos de preparación para poder adoptar- debía haberles informado de la existencia de estos trastornos y de la necesidad de establecer un vínculo muy fuerte con los menores al inicio de su vida en común. «Ahora se sabe algo más, pero hasta hace poco las pautas eran normalizar la vida lo antes posible. Llevarlos al colegio, ir a la guardería... hacer vida normal. Falta mucha información. Otro aspecto muy importante es que la llegada de un menor adoptivo requiere de recursos sanitarios y escolares específicos y abundantes desde el principio, pero no los hay», se queja el padre de Mario y Pedro.

Apoyo escolar

El año pasado, el Equipo de Orientación Educativa de Granada especializado en Trastornos Graves de Conducta atendió a casi 200 niños en la provincia, escolares que además de enfrentarse a sus propios miedos, sufrimientos y hasta autolesiones en algunos casos, en la mayor parte de las ocasiones se ven solos y censurados ante la comunidad escolar.

«En Andalucía hay 14 centros para menores con trastorno grave de conducta, pero para ingresar en ellos tienen que ser niños en desamparo. A veces nos planteamos renunciar a la custodia de Pedro para que pueda ser bien atendido y sanado allí, pero es doble castigo para él y muy injusto. Es un sinsentido», se despide María, progenitora de ese niño de 11 años que le chilla que ella no es su madre y que le confiesa que va por la calle mirando quién podría ser su madre biológica para golpearla fuertemente. «Él sufrió barbaridades innombrales en su gestación y primer año de vida», se despide su padre.

Petales, contra la incomprensión y la falta de recursos públicos

La asociación Petales, de ayuda mutua de padres, familiares y afectados de Trastorno de Apego, se creó hace un año para asesorar a los progenitores en una situación «que pone a prueba a las personas, a las parejas y la propia salud mental, pero que, sobre todo, requiere de mucha comprensión y afecto hacia los menores, los grandes sufridores». Su presidente, Javier Herrera, explica que el 90% de sus socios son padres de niños adoptados, el 9% de menores en acogimiento y el 1%, biológicos. La mayoría de familias tiene formación para hacer frente a la adversidad, pero les falta una respuesta óptima por parte de las instancias educativas y sanitarias para contribuir a la mejora de la calidad de vida de esos menos con gravísimas secuelas emocionales.

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