Edición

Borrar
TRIBUNAABIERTA

Árboles

JOSÉ GARCÍA ROMÁN

Domingo, 6 de agosto 2006, 02:00

MUEREN millones de árboles cada día y sólo unos pocos tienen el privilegio de ser llorados. A Francisco Umbral se le ha muerto su pino de treinta años. Estaba habitado por «ardillas parvularias, abejas en enjambre y gatos que eran la brigada policial de la noche», escribía en su columna de El Mundo. No vivía solo. Gozaba de la compañía de otros árboles con los que compartía alegrías, discreciones, soledades y silencios. Tantos silencios que guardan secretos a gritos, oficialmente inexistentes como la hiedra de la corrupción que trepa por las fachadas de la vivienda de la sociedad. Hay árboles pobres y ricos, de igual modo que ocurre en nuestro mundo y en el de los animales. Siempre ha habido clases y las seguirá habiendo por muy solemnes que nos pongamos hablando de igualdad de derechos.

Sí, hay árboles privilegiados que son abonados por jardineros diligentes, y podados a su tiempo, con controles para que no sufran deterioro, a los que nadie hiere su corteza con corazones y nombres de enamorados; árboles que son envidia de los que malviven en alcorques secos y polvorientos, atenazados o ahogados por el cemento, y que a duras penas ofrecen oxígeno y sombra, y un poco de color en lo grisáceo de nuestras vidas. Unos desaparecen sigilosamente o de repente, y nos enteramos, y los lloramos; otros no.

En los países menos desarrollados las masas boscosas se reducen a gran velocidad, mientras en los industrializados se recupera -no lo que se debiera-, gracias a la presión social que poco puede hacer con los pirómanos salvajes. Muchos árboles eran faros del día en los cerros hoy ocupados por el hormigón y el ladrillo. Están en régimen de libertad vigilada, como todo pensamiento libre. A pesar de ello no reniegan ni apostatan de sus credos, se mantienen firmes en sus principios de vivir y morir de pie: su gran norma, su gran dignidad. Hay árboles que estorban porque quitan vistas hermosas. Otros son reclamados porque ocultan fealdades y miseria. Ellos arreglan los desaguisados de una arquitectura especuladora, anodina y horrenda, inadecuada para entornos de belleza.

No se pensó en los árboles cuando se decidió el urbanismo del barrio de San Lázaro. Una secuoya podía haber sido el símbolo de la supremacía de la dignidad frente a un enriquecimiento a toda costa. Su excepcional altura redimiría en parte el horroroso planteamiento de espacios que denuncia exceso de especulación. En ese lugar caótico vive el aire silencioso una pesadilla grisácea, entre sombras y remordimientos de conciencia. ¿Qué decir del macizado Cerro de San Miguel, o del monstruoso y aberrante 'cementerio' en la Vega de Armilla junto a un Campus que, en mi opinión -y dicho sea de paso-, tampoco debió construirse allí, como defendió con tanto ahínco y tesón el profesor Antonio Campos Muñoz? Todo esto habla de grave desorden y debilidad, y de enfermedad de la sensibilidad.

Existen en Granada muchos árboles enfermos -por ejemplo, los que viven en el lateral del edificio del Banco de España-, y otros sobreviven infelices y tristes en míseros alcorques, en zonas abandonadas; árboles acosados que sufren las secuelas de los petardos de las Fiestas de Navidad, o son torturados con navajas y punzones, o cubos de agua con lejía.

Hay árboles urbanos que son muy cultos, debido a que están cerca de los kioscos de prensa que la leen como pueden, aunque sea de reojo, sobre todo las portadas y contraportadas de los periódicos y revistas; y los que tienen más suerte, las páginas interiores porque algún lector se refugia bajo su copa. Las noticias escandalosas sobre corrupción urbanística e inmobiliaria, propia de Estados bananeros, les hastía, como las de los asesinatos, los cayucos, los fuegos, las lujosas vacaciones Los que están plantados al lado de centros docentes, junto a las ventanas de los aularios, se saben de memoria los libros de texto.

Hace unos meses, en el límite de Granada, caían árboles centenarios en una bella casa por mor de una herencia y del señuelo del negocio. Eran especies valiosas. Han desaparecido para siempre. Casi nadie se ha enterado. El oro del ladrillo está causando estragos en la moral, la ética y la estética, y propiciando fortunas que ya tutean al 'poderoso caballero'. El objetivo es ser millonario al precio que sea. Y se consigue. ¿Vaya que si se consigue! No sé que vamos a hacer con tantos ricos. O no sé qué van a hacer ellos con nosotros. Pero lo importante es que Mallorca está de vacaciones. Y por ende, todos estamos también de vacaciones, de compras, de yates, de fiestas, del mismo modo que cuando estudiaba la Reina Isabel de Castilla todos eran estudiantes.

Los árboles hablan con el viento y son ejemplo de entrañable compañía. Que se lo digan a Umbral. Dicen que abrazar un árbol puede servir de terapia pues emite sensaciones misteriosas. Me impresiona que las secuoyas superen los cien metros de altura y vivan miles de años. Cuántas cosas deben saber aunque no se hayan movido de su sitio durante tanto tiempo. Podían aconsejarnos y contarnos muchas cosas que no conocemos.

Me dan pena los árboles solitarios -a pesar de que soporten con discreción su desdicha-, los que no tienen ayuda de nadie, ni siquiera el consuelo del calor de los que se echan sobre su tronco para descansar unos minutos o de los que se refugian del sol o de la lluvia bajo sus hojas; árboles que viven como si no vivieran, tristes y abatidos. Un árbol, que lucha con denuedo contra la desolación y es amante de la poesía, recitaba hace unos días a la caída de la tarde un soneto de Miguel d'Ors, en homenaje a los árboles urbanos desamparados: «Hay en Madrid un árbol enrejado/ por ser contrabandista de alegría:/ trajo del monte un aire de anarquía/ por sus ramas en flor y fue juzgado/ sospechoso de gracia y sentenciado/ (tras quitarle las aves que tenía)./ Y es esta su condena: cada día/ alimentarse de cemento armado./ Es un árbol penado y no me asombra/ ver cómo va perdiendo los colores/ y cómo va quedando sin sombra/ (y no digamos nada de las flores )./ Pero hoy, aquí, mi corazón lo nombra/ el más municipal de mis dolores».

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

ideal Árboles