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FRANCISCO APAOLAZA
Viernes, 20 de agosto 2010, 11:40
Calvo, barbudo, rápido, pequeño pero recio. Muy fuerte. Si hubiera nacido hace mil años, tal vez hubiera sido un monje soldado trotando por aquella misma ladera, vestido con una celada y armado con una ballesta, dándole la del pulpo a las huestes del moro Abd Allah en la batalla de Yabal al Bardi, en los pedregosos y secos entornos de Falces. El mundo ya no está para 'cruzadas' y Jesús María Goñi, 'Pituto', es un tipo modesto y pacífico, poco amigo de fanfarronear y tendente al abrazo y la amistad. Tiene, eso sí, la curiosa costumbre de lanzarse a tumba abierta por una pendiente imposible, sembrada de piedras, escalones y trasquiladas en la roca. Por si fuera poco intenso, le siguen media docena de vacas bravas en puntas. ¿Loco? Puede ser. Pero vibrante también. Mucho. Es el Pilón de Falces, el encierro más extremo de los que se corren en el mundo, testigo de la pasión taurina en Navarra, que saltó el miércoles a los informativos con el toro que se 'coló' en los tendidos de la plaza de Tafalla. Para los cazadores de sensaciones, sucede la semana del penúltimo domingo de agosto, cada día junto a la ribera del Río Arga, a menos de 60 kilómetros al sur de Pamplona.
'Pituto' es fontanero 350 días al año y en fiestas, el primero que inicia la carrera del Pilón de Falces. También el mayor de la familia del encierro: tiene 60 años. Espera a cincuenta metros del corral con una camisa de cuadros blancos y azules, que sirve de referencia a los de más abajo. Son las nueve menos dos minutos de la mañana y en la primera curva del Pilón no se oye nada, si no es el carraspeo de alguno de los corredores del tramo y una canción lejana: «Al que corre en el Pilón, no le quites ser valiente. Échale un beso a la Virgen, que en la cuesta está presente. El encierro va a empezar. Ya está la mecha encendida, y el que no corra delante, que se quite enseguida».
Nadie dice nada, ni Javi, ni Arturo, ni José Luis, ni Fermín ni los demás, algunos de los mejores pares de piernas de los alrededores. Entre todos suman un siglo de experiencia. Huele a pasto seco y corre el aire fresco que acaricia la alfombra amarilla de gramíneas y pequeños arbustos: es un extraño día en el campo. El resto de la Humanidad debe estar engullendo un croissant. «¡Cohete!», avisa uno. «Pum. Ya vienen. No, que no baja 'Pituto' aún, quietos. ¡Ahora, ahora viene, vamos, venga, vamos, vamos!» Un grupo heterodoxo de personas se lanza por la cuesta endemoniada sin ver siquiera las vacas, que no tardan en alcanzar las espaldas como un avispero de pitones. «¡Fuera!». En pocos segundos la aventura termina en un zarzal con las manos sembradas de espinas. Mientras, la manada de las reses de Moreno Gil completa los 800 metros restantes, jalonados de nombres de leyenda: la fuente los Pajaricos, la Curva, la Virgen (de la Nieva), la cuesta final, similar a un trampolín de saltos de esquí y por fin el asfalto llano del pueblo, la Cabrería, la calle Etxarri y la plaza de los Fueros, final feliz de la historia.
Los animales han tardado menos de un minuto en completar 800 metros. Eso quiere decir que han bajado a una media de 50 kilómetros por hora (un atleta marca 39 por hora en los cien metros lisos). «Pues iban lentas.». Habla Javi Preciados, falcesino de 52 años. El día que le cornearon, en 2003, el periódico dijo que los animales habían alcanzado picos de 67 kilómetros por hora. «Despuntó una vaca -así se dice cuando se adelanta alguna y barre lo que haya-, entramos en la curva y encontramos un tapón de gente. A mí me dio un puntazo en el muslo y yo arrollé a Arturo, que se quedó seco». Arturo sonríe y apura un café a media mañana en la Peña El Mortachuelo, el templo de la tertulia, donde se reúnen para comentar la carrera.
Es el momento de las historias dulces al humo de un café fuerte, como esa que cuenta que los pastores comenzaron a llevar las reses al pueblo por el monte, vaya usted a saber cuándo, para evitar herir a los agricultores en los campos de la ribera. También se aprende que antes no se corría la cuesta, que por el Pilón -que toma el nombre de una pila para el ganado que había arriba-, corrían cuatro y que no había vallado en todo el recorrido. La carrera tomó fama en los sesenta y setenta, sobre todo desde la película 'Ama Lur', de Néstor Basterretxea, de 1968.
El truco: tirarse de culo
«Esto es distinto a todo», dice José Luis Armendáriz, bancario de 55 años. Y tanto. La diferencia básica consiste en que la mayoría de los encierros son en llano, en todo caso en una pendiente ascendente, como el de Pamplona. Este es cuesta abajo, tanto que lo difícil no es correr, sino frenar. Para parar hay tres opciones. La primera es quedarse en un difícil equilibrio al borde del barranco: es un arte arriesgado que consiste en detener el sprint en una cornisa de medio metro de ancho, con suerte, y no caer diez metros al vacío para terminar prisionero en un doloroso zarzal con la crisma rota. A la derecha, la cosa no está más fácil: la pared del Pilón amenaza con una caliza cortante que implica sangre a la mínima rozadura. «El truco está en dejarse caer de culo, con las piernas por delante, puesto que si vas de cabeza, no controlas», explica Fermín Iriarte. «En cualquier caso, no te puedes parar a esperar las vacas», advierte Carlos Arana.
Con estos mimbres, se entiende que haya más heridas por golpe que por asta, como la que se llevó Gregorio Sanz en el 71, cuando fue embestido por 'Amapola' y se lo tuvieron que llevar «con la pierna dando dos vueltas». Otros se despeñan al paso de los animales y terminan en los carrizos.
La habilidad para ir a almorzar sin pasar por Urgencias es un arte depurado por los falcesinos desde niños. 'Pituto' aún recuerda los tiempos en que el Alguacil salía al balcón del Ayuntamiento con un altavoz y decía aquello de «¡Atención, atención! A continuación se van a soltar unas novillicas para los muetes». Se le corta la voz. Los muetes son los niños en La Ribera y hoy en día a sus padres les hubieran quitado la patria potestad. Ahora los chavales se entrenan con ruedas que despeñan por el camino del encierro, en el Barranco del Pilón, entre el Arga y los terrenos de secano, a los pies del Castillo de los Moros. Los neumáticos bajan como flechas y en ocasiones les pasan por encima, pero pese a los golpes «no les pasa nada y así se van haciendo», dice tan tranquilo Javi Preciados.
En las astas de las ruedas se han curtido varias generaciones. En la casa de los Goñi hay dos corriendo hoy en día. Una, la de Jesús Mari, y la siguiente, la de sus hijos, José Mari, de 32 años, también fontanero, e Íñigo, de 24. ¿Por qué lo hacen? Abre fuego el padre: «Mira, no sé ni cómo, ni por qué, pero estoy orgulloso de hacerlo. Me hace sentir bien y supongo que me hace ser como soy», se explica. Para Íñigo, correr con su padre y su hermano es «algo muy bonito, que se siente muy dentro».
¿Y para su madre? Aquí no caben tópicos. Celia Martínez Aguirre no es la típica madre doliente que sufre las carreras de sus hijos. Cuando el mayor tenía 17 años le dio «una paliza» una vaca y estuvo en la cama. Su madre, descendiente de ganaderos, se acercó a la cama y le preguntó:
-José Mari, ¿tú por qué corres? ¿Porque hay que correr o porque te gusta?
-Porque me gusta, -contestó su hijo.
-Pues, hala, mañana, a correr de nuevo. No sea que le cojas miedo.
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