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ARTURO CHECA
Domingo, 5 de diciembre 2010, 04:54
Robar yo a los ancianos? Pero por favor, de ninguna manera. Yo no sería capaz de algo así...». Indignado, herido en su amor propio. Así se mostró Joan Vila Dilmé (Castellfollit de la Roca, Girona, 1968) cuando el juez le preguntó si había metido la mano en las cartillas de los abuelos que cuidaba como celador en la residencia de Olot. Joan se mostró ultrajado en su honor. Lo hizo apenas unos días después de confesar que había asesinado con una inyección de lejía a tres internas del geriátrico. Apenas unas horas después de pedir voluntariamente comparecer de nuevo en el juzgado y elevar hasta 11 el número de abuelitos a los que mató con sus propias manos entre agosto de 2009 y octubre de este año. Considera un insulto que le llamen ladrón, pero no le importa ser el cuarto mayor asesino en serie de la historia negra española.
Son los contrastes de una mente enferma, de un individuo que lo mismo dice que actuó movido por la pena que afirma sentirse Dios ejecutando a sus víctimas. Un ángel de la muerte que comenzó a eliminar a las ancianas con un cóctel letal de pastillas machacadas, hasta que un buen día lo sustituyó por jeringuillas con lejía y líquido desincrustante. Así murieron Paquita Gironés, Sabina Masllorens y Montserrat Gillamet. Agonizando entre severas quemaduras internas y con los pulmones destrozados. Joan Vila no sabe explicar el porqué de ese sádico cambio.
El homicida carga ya con 11 cadáveres en su conciencia. Pero el juez de Olot sigue escarbando en su negro pasado. El viernes se exhumaron otros dos cuerpos de posibles víctimas. En lo que va de año, 15 ancianos han muerto en el asilo de La Caritat: 12 de ellos lo hicieron en fin de semana, justo durante el turno del celador. Desde que fue arrestado, a mediados del pasado mes, ni uno más. El magistrado escruta también el paso de Vila por otra residencia de Banyoles y un psiquiátrico de Salt. La funesta leyenda del ángel de la muerte de Olot podría crecer en los próximos días.
Castellfollit de la Roca, el pueblo que vio nacer al último asesino en serie de la crónica negra de este país, es hoy una tumba. Uno de los términos municipales más pequeños de Cataluña y de España (un kilómetro cuadrado) ha enmudecido. Pacto de silencio. El alcalde no lo niega. «Sí, lo hay. Aunque ha sido algo espontáneo. La gente no habla por respeto a la familia, para no herirla», argumenta Moisés Coromina. Castellfollit se levanta sobre un acantilado de basalto, entre un paisaje volcánico, tan bello como duro, en medio de una tierra áspera, rota, de mal pisar. Eso es lo que significa exactamente la comarca de la Garrotxa, donde se enclava la villa. Allí creció Joan. Y allí fue forjando su carácter introvertido, huraño, tímido. Enemigo de la vida social, apenas salía de casa. Encarnación y Ramón, sus padres, dos 'payeses' jubilados y trabajadores de una antigua fábrica de embutidos del pueblo, sufrían viendo como su hijo se encerraba en sí mismo. «El paciente tiene una personalidad inmadura y una homosexualidad poco asumida», precisa el informe de un psicólogo que lo atendió hasta finales de los 90. En su perfil de Facebook, hoy inactivo, tenía decenas de enlaces a webs de marcado contenido sexual.
La suerte tampoco sonrió a Joan. Siempre quiso ser peluquero. Hizo sus primeros trasquilones en el pueblo. Se soltó con la tijera. A los 20 años probó suerte y montó su propio negocio con un amigo: Tons-Cabell Moda, en Figueres. Todo se torció. El local cerró y Joan regresó con sus padres. En el pueblo sostienen que estafado por su socio.
Y Vila Dilmé perdió el rumbo. Estudió quiromasaje, se colocó como ayudante de cocina en el pomposo casino de Perelada, trabajó en verano en restaurantes de la zona turística de Empuriabrava, estuvo empleado en una estación de esquí... Pero nada llenaba a Joan, fumador empedernido de Gold Coast. Compraba los paquetes de siete en siete. Su introversión aumentó tanto como sus problemas de conducta. «Trastorno ansioso depresivo en una personalidad con rasgos obsesivos», fue el dictamen de otro psicólogo del que ha sido paciente hasta acabar en la cárcel. Aunque Joan tiene la cabeza en su sitio. Sabe lo que hace y es consciente de ello. En eso coinciden todos los médicos. No es ningún loco y, por lo tanto, tendrá que responder penalmente por sus crímenes. Aunque eso será algo que determinará el psiquiatra designado por el juez.
En el velatorio
Tras muchos avatares laborales, Vila acabó cuidando ancianos. Tras ocho meses en el psiquiátrico de Salt y en un asilo de Banyoles se sacó el título de auxiliar de enfermería. En 2005, en plenas Navidades, el ángel de la muerte aterrizó en La Caritat. Su turno comprendía fines de semana y festivos. De siete de la mañana a ocho de la tarde. Levantaba a los internos, los ayudaba a asearse, a comer, los paseaba por el patio del geriátrico... y los asesinaba.
«Entré en su habitación porque la oí toser. Le costaba respirar y se encontraba mal. Y pensé: quiero aliviarla. Fui al cuarto de la limpieza y llené una jeringuilla con lejía. Volví. Y le dije: 'Verás cómo con esto te vas a encontrar mejor'. Y le vacié la jeringuilla en la boca. Agonizaba, pero yo no tuve la sensación de que padeciera. Luego bajé al comedor y me sentí eufórico, como si fuera Dios». Así relató Vila Dilmé ante el juez del caso el final de Paquita Gironés. Un escabroso relato recogido en las diligencias previas 651/2010 y que el asesino múltiple efectuó sin levantar la vista del suelo.
Una frialdad de la que Joan no ha hecho gala sólo durante el interrogatorio. No dudó en acudir al velatorio de Sabina Masllorens, otra de sus víctimas. Se mostró compungido. No cesó de animar a los apenados familiares en el tanatorio. Se quedó tanto tiempo que cuando se marchó, amistosamente invitado por uno de los allegados de la difunta, sólo quedaban los familiares íntimos de la anciana. La misma a la que mató horas antes con un vaso de lejía. La misma para la que dijo «querer encontrar la plenitud» cuando le dio a beber el líquido corrosivo.
Tras la puerta acristalada del asilo La Caritat todos callan hoy. Nadie habla de lo sucedido. Sólo el director y su abogado han descartado cualquier «conducta negligente por parte del centro» que facilitara los crímenes de Vila. A pesar de que aprovechaba la ausencia de médicos los fines de semana para enmascarar sus diabólicas maniobras. «No consta que el personal sanitario observara los cadáveres», sostiene el juzgado. Las certificaciones de defunción eran telefónicas. Y quién iba a sospechar de la presencia de una mano criminal tras la muerte de 11 abuelitas de salud delicada... Durante el lustro en que Vila trabajó en el asilo fallecieron 59 personas. Casi la mitad, con él de guardia. Una treintena de muertos sobre los que ahora se cierne la oscura sombra del ángel negro de Olot.
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