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Zubin Mehta estuvo magnífico, musical, melodioso y mesurado en su trabajo al frente de la Orquesta. :: POOL/EFE
Mahler por Mehta, con M de maestro
Cultura-Granada

Mahler por Mehta, con M de maestro

La Reina doña Sofía asiste a la inauguración del 60 Festival de Música y Danza, donde el director de la orquesta muestra la esencia misma de la música de Mahler, el maestro indiscutible de su sinfonía

ANDRÉS MOLINARI

Sábado, 25 de junio 2011, 13:58

A veces los epítetos se quedan cortos. Decir magistral, magnífico, musical, melodioso, mesurado... seguramente es quedarse corto. Porque Mehta es la esencia misma de la música de Mahler, el maestro indiscutible de su sinfonía, un referente histórico de nuestro Festival. Comparada con las versiones estándar de Adler, Bernstein y los demás, la de este gran director fue más intuitiva en las disonancias iniciales, más poética en el fraseo, más generosa en los matices. Frente a su rotunda personalidad la orquesta valenciana se amolda y se crece, casi no demuestra cansancio tras hora y media de batir y de bregar, a veces desbocada como un huracán, a veces jugueteando como lo hace la avifauna inquieta en la enramada del bosque.

Qué decir del despertar de Pan, cuando el verano hace su entrada en medio de esa forma sonata de proporciones gigantescas, con murmullos de la naturaleza traducidos por Mehta para que todo se oiga hasta en el último rincón del palacio, con esas sugerencias telúricas en el timbal, esos truenos generatrices de vida, ese metal contenido para que brille mejor el paso del re bemol al do mayor y todo despierte al fin dando ganas de aplaudir a cada paso.

Diálogo de genios

Diálogo de genios es el segundo tiempo, conversación empírea entre esta pastoral en toda regla y la otra, la sexta del sordo de Bonn. Se diría que la batuta de Mehta describe todas y cada una de las flores del campo, todos los matices de color que pinta en pentagrama el músico bohemio. Cuando llega el tercer tiempo, orquesta y director cambian su atuendo emotivo por la gracia y la donosura, por supuesto sin renunciar un ardite a su calidad ya demostrada. Nada de onomatopeyas hueras, los animales del bosque aparecen por los atriles todo ironía y salero, el cuco burlón, el ruiseñor aristocrático, muy marcados todos con cuartas insistentes y paródicas.

Y llega la llamada desde el fondo de lo humano, en la voz aterciopelada y profunda de Christianne Stotijn, todo expresión y calidez, las manos casi oferentes, el vibrato contenido para permitir el diálogo entre el enigma de su verso y la trompa incesante. Las palabras de Nietzsche como un regalo más en la noche de verano. Coros magníficos el femenino de Valencia y el infantil de La Presentación, ellos son perfectas voces de ángeles para esa nueva mañana marcada por las campanas y pronunciada por la orquesta como un canto sublime de esperanza en la regeneración, de confianza en el ser humano.

Un acierto colocar los violines segundos frente a los primeros, con los chelos y las violas de frente y con la percusión baja casi debajo de las columnas que marcan el pasillo circular del patio. De esta forma el sonido casi se ensoberbece y se arremolina en cada dórica generar ecos inauditos y la versión de la sinfonía se hace irrepetible.

Y al frente de tanto un hombre atento todo. Sólo sabiéndose la partitura de memoria se pueden controlar tantos registros a la vez. Un director grandilocuente pero sin histrionismo, marcial pero sin prepotencia, delicado pero sin empalago, vaporoso pero sin amaneramiento, que blande la batuta en el aire como si fuese una espada con la que sajar el arte hasta mostrarnos su íntimo tuétano. Humilde para que se luzcan las trompas y los trombones del primer tiempo, las maderas en el segundo, las voces preparadas por Francesc Perales y Elena Peinado en el corazón de la sinfonía y la esmeradísima cuerda en el emotivo final.

Sinfonía idónea para el palacio de Carlos V, no solo por la respuesta pétrea a la sonoridad hercúlea del primer tiempo o por la anfractuosidad de su zaguán posterior desde donde sonó espléndida aquella trompeta portentosa, sino porque su desnudez cenital, el edificio nos invita justo a lo que Mahler deseaba: que al escuchar ese su sublime final, fuésemos transportados hasta casi tocar el cielo con el corazón.

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