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Lunes, 21 de mayo 2007, 05:17
EL diablo ya no pasea por las calles de Sarajevo. Su gula de almas, por ahora, está saciada. La capital de Bosnia y Herzegovina, desangrada durante el desmembramiento de la Yugoslavia de Tito entre 1992 y 1995, todavía se lame las heridas del pasado, que supuran dolor y rabia, pero mira orgullosa al futuro más inmediato para abrazar la esperanza en ausencia de pólvora y estruendo de morteros. Constituye un ejercicio de curiosidad acercarse a esta parte menos noble de Europa para contemplar una ciudad extraordinaria, desde el morbo o el puro interés por una sociedad multicultural renacida de sus cenizas; coger un avión y plantarse en unas pocas horas en esta cuna de religiones y escenario de innumerables batallas cantadas en miles de poemas; dar una oportunidad a una desharrapada princesa de las nieves para que vuelva a brillar en todo su esplendor, tal y como lo hizo durante los Juegos Olímpicos de Invierno de 1984. Fue su principio del fin, el ocaso de su identidad arrebatadora, que languidecía ante la atónita mirada de millones de personas que asistían impertérritos a su eutanasia étnica. Ahora, quince años después de la 'era del Mal', resucita en el mapa del Viejo Continente para proclamar su supervivencia.
Caminar por las calles de Sarajevo no deja de ser un intenso cóctel de sensaciones. El viajero se debate entre el pasado y el futuro, la modernidad y la antigüedad, el cristianismo y el islam, la opulencia y la escasez. Hay de todo y falta lo elemental. Artículos de lujo contra los sueldos de 300 euros. Pisos y casas de ensueño para una juventud desempleada, varada en cafeterías y bares sin nada que hacer. Viajes a todos los rincones del planeta prohibitivos para la mayoría de la población, incapaz de asumir un gasto que cuadruplica sus ingresos mensuales.
La memoria de la ciudad se escribe en clave de contradicción, intensa por extraordinaria, y por eso es tan incomparablemente bella. Pero, a pesar de todas estas dificultades, una constante en la vida diaria de los ciudadanos, los sarajevitas -musulmanes, serbios y croatas- tienen fe en un futuro mejor. Combaten con humor el pesimismo de la realidad para dar esquinazo a la depresión.
Decididos a empaparse de toda la esencia de Sarajevo, que llega a sentirse hasta físicamente, conviene fijar un punto de partida. Para explorar el casco urbano, muy extenso y alargado, lo mejor es hacerlo desde el barrio de Marijin Dvor, pegado al famoso hotel Holiday Inn y el renovado edificio del Parlamento bosnio. Siguiendo la carretera en dirección Este, hasta desembocar en la parte vieja, la que sale en todas las postales, se atraviesan las principales arterias de la capital, que laten con fuerza a pesar de los años de plomo y destrucción fratricida. En apenas unos pocos metros cuadrados, el visitante se dará de bruces con una catedral católica, una mezquita, una iglesia ortodoxa y una sinagoga.
Al contemplar el renacer de todas estas religiones monoteístas, que han cohabitado durante siglos, cuesta creer que, quince años atrás, sus fieles intentaran exterminarse enarbolando la bandera de la fe y el nacionalismo vampirizado. Otra opción muy atractiva es subir al tranvía número 3 y dar la vuelta a toda la ciudad, desde el barrio de Ilidza hasta el casco viejo conocido como Bascarsija. El 'tour', en un vehículo destartalado y con encanto, le llevará cerca de una hora.
Cuentan los libros de Historia que el nombre de Sarajevo lo acuñó por primera vez el bey -título de origen turco adoptado por diferentes tipos de gobernantes- Ajas a finales del siglo XV, en 1477, con la llegada del imperio otomano a los territorios de la antigua Yugoslavia. Desde entonces, esta bella urbe a las orillas del río Miljacka, poco cuidado en las zonas menos turísticas y que sirvió de frontera durante la guerra de los Balcanes, empezó con su expansión y desarrollo, que se truncó en 1992. Desde su fundación, la ciudad se ha empapado de las culturas ilírica, romana, griega, turca y austrohúngara, patrimonio histórico que ha perdurado en sus calles y barrios, una mezcla que, a pesar de la destrucción, sigue anidando en el ADN de la capital bosnia.
Mezcla de culturas
De vuelta al punto de partida, en el barrio de Marijin Dvor, conviene retroceder apenas medio kilómetro en dirección Oeste para admirar los tesoros que oferta a los turistas el Museo Terrestre. El visitante descubrirá el legado histórico -y social- de Sarajevo desde el prisma de diferentes culturas que hace siglos irrumpieron en la ciudad para, en la mayoría de los casos, quedarse para siempre. Justo en frente está Holiday Inn, hotel de cinco estrellas en el que se hospedaban los corresponsales de guerra extranjeros durante la partición de Yugoslavia. Los precios, a modo orientativo, no bajan de cien euros la noche en una habitación doble.
Justo antes de llegar a Bascarsija -parte vieja de la ciudad impregnada de legado turco-, es imprescindible saborear la riqueza cultural que oferta el centro judío. Muchos de los sefardíes expulsados de España entre 1492 y 1496 encontraron refugio en la capital de Bosnia y Herzegovina. Durante siglos, ha sido su hogar hasta que, en la II Guerra Mundial, cerca de 10.000 hebreos fueron aniquilados por el régimen nazi. Su presencia hoy en día en la ciudad, de composición mayoritariamente musulmana, es testimonial.
A pocos metros del centro judío, con su fastuoso libro sagrado, la 'Hagada', se levanta la Mezquita del bey, el principal santuario musulmán. En la parte vieja, un rincón que huele a especias y lejano oriente, conviven oficios artesanales extinguidos hace siglos en la mayoría de los países europeos. Un paseo por esta parte de la urbe, en permanente bullición, llenará de sensaciones a todo aquel que se atreva a saborear el errante aroma de una ciudad excepcional. A escasos 500 metros, se levanta la Catedral católica, deslumbrante por perfecta, y justo al lado está el templo ortodoxo más grande de la capital.
No hay que olvidarse tampoco de la Biblioteca Nacional, Vijecnica, cuyo saber ardió durante la contienda bélica, ni de la rica gastronomía de la que tanto presumen los sarajevitas. Una semana en Sarajevo, entre sus montañas olímpicas que encantarán a los amantes de la naturaleza, marcará al viajero para siempre. Habrá descubierto una ciudad que tuvo que descender a los infiernos para comprender el significado de la paz.
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