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Con 91 años, Julián sigue escapándose de vez en cuando para echar un vistazo al ganado de un amigo. Atrás quedan los recuerdos de las noches junto a la cabaña y de los regresos al valle acabada la temporada.::
El último sarruján

El último sarruján

Eran los criados de los pastores, chavales de familias humildes que pasaban el verano en los puertos de Cantabria ayudando con el ganado. Julián Díaz, con casi 92 años, rememora la sufrida vida de una estirpe a punto de desaparecer. «Mentiría si no dijera que, a pesar de todo, éramos alegres»

irma cuesta

Lunes, 25 de mayo 2015, 00:39

Julián Díaz tenía cuatro años cuando una madrugada de verano su madre lo sacó de la cama y lo encaramó al burro del vecino. La mujer ya no podía más: con otro niño en brazos y uno más en camino, le encargó que se lo llevara a su marido. Cuando aquel hombre le dejó en el monte, su padre le miró con cara de pocos amigos, cogió el saco de comida y la ropa y echó a andar. «Detrás de él, sin decir palabra, crucé las brañas (zona de pastos tardíos) de Carracedo ya echada la niebla y emprendí la subida al Pernal de Remediaculos». Aquel día, hace casi noventa años, Julián Díaz Mier (Carmona, 1924) empezó a trabajar.

Menos vacas

  • siglos de tradición

  • Las estadísticas no dejan lugar a dudas. Según los últimos datos publicados por el Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente, en 2014 había en Cantabria 253.109 vacas; 291.339 en 2005 y casi 350.000 en 1999. En toda España, entre 2005 y 2014 se han perdido algo más de medio millón.

  • Pastores con tractor

  • El oficio de pastor en Cantabria poco tiene que ver ya con el que conoció Julián. Nadie pasa ahora el verano en los puertos con el ganado. Un viaje en Land Rover de vez en cuando le basta al ganadero para controlar su rebaño.

  • 1743

  • Desde ese año, los ganaderos del valle de Cabuérniga suben sus vacas a lo alto de Sejos los animales pasan el verano comiendo los mejores pastos. Todavía hoy, a mediados de junio, cientos de cabezas de ganado emprenden el camino.

Él es el último de los sarrujanes de Cantabria, muchachos de familias humildes que se ganaban el pan acompañando a los pastores durante los largos meses de verano, cuando dejaban sus casas para recorrer los montes en busca de pastos. Julián nació en una aldea con una ermita, un arroyo a cuyos lados los vecinos fueron construyendo sus viviendas de piedra y un molino del que apenas queda nada. De allí salió esa buena mañana aquel niño grandón con unos pantalones con joraca, «un agujero entre las piernas lo suficientemente grande para no tener que quitarlos pasara lo que pasara», y una blusa. «Los calzones se aguantaban con dos tirantes, pero pronto los perdí y pasé el verano en camisa». A aquel primer viaje a los puertos de Sejos, en la vertiente norte de la sierra del Cordel, le seguirían muchos más. Con un padre, un abuelo y un bisabuelo pastor, en casa de Julián nadie se planteó jamás que pudiera haber otra cosa que hacer.

Como la vida de la inmensa mayoría de los vecinos de un pueblo, la de Julián estuvo marcada por la luz del día y el paso de las estaciones. Así que aquel chaval creció dedicando seis de los doce meses del año a las tudancas, unas vacas de frente amplia y ojos enormes que no son las más fuertes, ni las más lecheras, ni siquiera las que más carne producen; pero su leche es de las más ricas en grasas, su carne es magra y sabrosa y, sobre todo, no necesitan demasiados cuidados.

Un rebaño de quinientas

Cada año, al terminar el invierno y generación tras generación, los hombres de la familia Díaz recibían el encargo de velar por el ganado de un pueblo que en aquellos días bien podía juntar cuatrocientas o quinientas vacas. Solo cuando habían aprendido a reconocer cada animal, los pastores hacían el petate y ponían rumbo a los puertos de la cordillera Cantábrica. A mediados de junio, los Díaz, como tantos otros de la comarca, entraban con aquel ejército de tudancas en las grandes praderías de Sejos, a más de 1.700 metros de altura, para terminar de alimentarlas. Desde 1743, son los pueblos de los ayuntamientos de Ruente, Cabuérniga y Los Tojos, los que señorean las propiedades comunales sobre nada menos que 7.000 hectáreas (lo que ocupan otros tantos campos de fútbol) de los mejores verdes de Cantabria.

Visto desde fuera, eso de andar cambiando de sitio con quinientas vacas a cuestas parece un extraño tinglado, pero la explicación es bien sencilla: cuando el ganado acaba con el pasto de una zona, según va desapareciendo la nieve, pastores y animales siguen subiendo en busca de más comida.

Julián habla despacio. Aunque se ha hecho tarde y a estas horas cualquier otro día ya habría comido y estaría pensando en la siesta, contesta con la misma amabilidad con la que hace solo unos minutos ha recibido a la consejera de Ganadería del Gobierno de Cantabria. Blanca Martínez ha hecho un alto en su agenda de campaña para entregarle unos ejemplares del libro que Pedro Arce, un investigador enamorado de su tierra, le ha dedicado al sarruján de Carmona. Antes de marcharse, le regala unas albarcas diminutas que talla en los ratos libres, cuando no está con los amigos o jugando al dominó. Hay que meter muchas horas y ser un tipo listo para poder lucir el título de campeón de la comunidad. Se nota que está realmente agradecido.

Pero volvamos a su historia. Tenía siete añitos cuando su padre decidió ampliar su lista de deberes. «A partir de entonces, además de echar una mano en el monte, cada ocho o diez días bajaba al pueblo en busca de harina y algo que echar a la sartén de lo que se había recogido por Pascua».¿Por Pascua? Como nunca había suficiente, los pastores de los pueblos de Cantabria pedían cada año la Pascua, una forma poética de llamar a la mendicidad: iban de casa en casa pidiendo ayuda a los vecinos, que lo mismo les daban un chorizo, que un trozo de queso o de tocino; un aguinaldo que se guardaba como oro en paño.

Pastor y criado

La vida no habría sido tan dura si, al acabar el verano, aquellos hombres su hubieran podido tomar un respiro; pero el día de San Miguel, cuando tocaba bajar del monte y entregar las vacas, Julián se quedaba en alguna casa del valle de Cabuérniga a servir, de modo que a los seis meses de pastoreo le seguían otros tantos de criado. En casa había lo justo para tirar el invierno, así que el chaval, a cambio de la comida, echaba una mano en alguna finca necesitada de un par de manos para atender el ganado.

Viéndolo tan contento en el salón de su casa de Maliaño, cuesta trabajo imaginar que ese anciano espabilado y sonriente haya pasado por todo aquello sin sentirse desgraciado.

Es complicado no pensar que hay algo de heroico en una vida sometida a los caprichos del tiempo, al cuidado de los animales y a un trabajo físico extenuante para sacar en limpio unos reales por cada vaca y una arroba de harina por cada dos. «Nosotros nacimos para eso. Era duro, pero durante años no conocimos otra cosa. Mentiría si no dijera que, a pesar de todo, vivíamos alegres».

Siendo ya un hombretón, Julián dejó Carmona y se instaló en Suesa, otro pueblo ganadero, donde volvió a trabajar de criado hasta que se casó y, con los años, terminó trabajando como electricista hasta la jubilación.

Lejos de los montes de Cabuérniga transcurriría el resto de la vida de aquel chaval que caminaba descalzo, «porque es más fácil secar los pies que los escarpines de las albarcas», y nunca fue a la escuela. A estas alturas ya cualquiera imagina que no era por dejadez, ni porque faltara un maestro en el pueblo dispuesto a enseñarle. Simplemente, nunca tuvo tiempo.

Con el paso de los años se casaría con Pura, una chiquita de Suesa de la que se enamoró poco antes de partir hacia Zaragoza para hacer el servicio militar. Con ella tuvo cuatro hijos. Tres de golpe, aunque poco después se murieron dos. Luego llegaría la niña de sus ojos, Puri, y ellos se encargarían de enseñarle a leer.

Julián dejó el pastoreo el día que, obedeciendo órdenes de su padre, lo subió a una mula y lo llevó a casa a morir. «Mi abuelo murió en los puertos y ni siquiera pudieron sacarlo del monte. Después de aquello nunca volví. No conocía otra cosa, pero aquel día decidí que mi vida no acabaría allí».

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