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Inés Gallastegui
Miércoles, 17 de mayo 2017, 02:31
Kathleen Balfe (San Francisco, Estados Unidos, 1977) tenía claro que el mercado de trabajo de un intérprete de música clásica es el mundo entero. A los 26 años se encontró con ofertas de cuatro orquestas, en Alabama, Hawai, Hong Kong y Tenerife. Quería salir de Estados Unidos y, entre China y España, optó por esta última: «Decidí por calidad de vida y porque quería integrarme en una cultura». En 2002 consiguió una plaza en la Orquesta Sinfónica de Canarias, pero las complicaciones para obtener el visado en plena guerra de Irak la mantuvieron cerca de un año en tierra de nadie, sin trabajo, sin hablar español y tirando de tarjeta de crédito. En Tenerife vivió cuatro años, pero allí no había posibilidades de promoción; le faltaban estímulos, oportunidades para tocar sola, y en 2007 se presentó a una audición para una plaza de solista en la Orquesta Ciudad de Granada (OCG). Desde entonces vive a los pies de la Alhambra, viajando a menudo a las islas, donde está su pareja, y tocando puntualmente en otras formaciones de cámara en Andalucía, Canarias y California.
De España, que conoce de cabo a rabo, le atrae casi todo. La gente, la gastronomía, el paisaje, muy parecido al de su California natal, y el sistema sanitario y de seguridad social. Se considera más protegida que en su país. «Allí me sentía un pez pequeño en un mar lleno de peces grandes que te van a comer para su beneficio. No entiendo un país que no cuida a sus viejos -señala-. Aquí veo más comunidad, más humanidad».
En su trabajo está muy contenta. «La OCG es como una pequeña ONU. Hay serbios y croatas, norteamericanos y chilenos. Que todos podamos llevarnos bien en una orquesta tan diversa me da esperanza», asegura. Le gusta que en su país de acogida la música sea una apuesta pública: «Demuestra que al ciudadano común le importa la cultura. Eso en Estados Unidos es impensable; todo es patrocinio privado». Admite que ese principio se ha tambaleado con la crisis y los recortes, pero incluso a eso le encuentra su parte positiva: «Quizá antes no se vigilaban suficientemente los costes». La burocracia le ha hecho llorar más de una vez de frustración -«No me he acostumbrado»-, pero también le ve el lado bueno: «Cuando las cosas van demasiado rápido, se cometen errores».
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