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JAVIER GUILLENEA
Jueves, 31 de agosto 2017, 00:21
Jean-Pierre Guelvout se convirtió en 2010 en un hombre conocido en Francia gracias a su participación en el programa de televisión 'L'amour est dans le pré', lo que en España viene a ser 'Granjero busca esposa'. En diciembre del año pasado se encaminó ... hacia un bosque que había heredado de sus padres, en el sur de Bretaña, y se disparó un tiro en el pecho con una escopeta de caza. Siete meses después, su hermano hizo pública la carta de despedida de Jean-Pierre. «Cuando la desesperación es más grande que la esperanza. No puedo sufrir más. Las vacas me han matado», decía.
Guelvout fue uno de los 737 agricultores franceses que se quitaron la vida en 2016 acuciados por un cóctel de motivos entre los que destacan el endeudamiento excesivo, la soledad y la dificultad de su trabajo. El Instituto de Salud Pública de Francia difundió ese mismo año un estudio en el que revelaba que entre 2007 y 2011 se habían suicidado 985 agricultores o ganaderos galos. Según estos datos, el índice de suicidios en este sector es un 22% superior al de la población general.
Vivir del campo es una actividad de riesgo no solo en Francia sino en muchos otros países, donde el caudal de granjeros que se quitan la vida ha alcanzado proporciones de epidemia y, en el caso de India, de catástrofe. En las últimas dos décadas se han suicidado en este país cerca de 300.000 granjeros. La cifra es tan elevada que ha dado pie a la teoría de que gran parte de estas muertes se deben a los efectos de los cultivos de algodón transgénico introducidos por la multinacional Monsanto. Mientras unos defienden esta tesis, no demostrada científicamente, los investigadores achacan estos altos índices a las condiciones climatológicas extremas, la bajada del precio del algodón en el mercado, la ausencia de seguridad social o la falta de créditos a bajo coste.
La sequía y la deforestación causan estragos entre los deprimidos granjeros de Australia, donde hace diez años se mataba un agricultor cada cuatro días. En Estados Unidos, la crisis crónica que sufre el mundo rural ha tenido su reflejo en un incremento del 40% en el número de suicidios en los últimos 17 años. En Portugal las tasas de muerte por cirrosis hepática y suicidio son desde hace tiempo extremadamente altas entre los agricultores. El problema es global.
No hace muchos años, un ganadero de la localidad gallega de Ames acudió a una sucursal bancaria para negociar sin éxito la ampliación de un préstamo que necesitaba urgentemente para mantener su granja. «Cuando salió de la oficina se dirigió a su casa y se mató de un disparo», recuerda el responsable de una asociación rural que prefiere no dar su nombre, «porque es un tema delicado».
Sin datos oficiales
Galicia y Asturias, comunidades con una fuerte actividad ganadera, están a la cabeza en el índice de suicidios en España, aunque no hay datos oficiales que vinculen este hecho con el mundo rural. «En España las estadísticas de suicidios se presentan agrupadas por sexos y edades. No hay datos segregados por profesiones, lo que hace muy difícil poner en marcha medidas de prevención», se lamenta el psicólogo Miguel Anxo García, portavoz del Movimiento gallego de Salud Mental.
Que no conste oficialmente no significa que no exista. «No creo que Galicia sea ajena a las condiciones que se están viviendo en otros países», explica García, quien recuerda que la provincia de Lugo, donde la actividad agropecuaria es más intensa, «tiene la tasa de suicidios más alta de España». «Aunque no lo acrediten las estadísticas, el problema puede estar ahí», añade.
Lo que se conoce son hechos puntuales que han tenido una cierta trascendencia. «En los últimos dos años, unos cuatro granjeros se han matado por problemas económicos, pero no es como en Francia, donde el año pasado se suicidaban dos al día», afirma el miembro de la asociación rural. «Lo que sí se ha dado -sostiene- es el caso de ganaderos que han dejado morir el ganado».
Al menos de forma visible, no parece que la epidemia de suicidios que sufre Francia se haya extendido a España, pero el caldo de cultivo existe. «En Galicia se da el fenómeno de que hay muchos pequeños ganaderos que tienen a su cargo a sus padres, muy mayores y en muchos casos impedidos. Su situación es caótica», mantiene el responsable de la asociación. A este caos se añaden las incertidumbres de un sector que en Galicia está viviendo una gran transformación, que provoca «profundas tensiones de identidad, de perspectiva de futuro, de valor de la historia familiar o de sentido de las tradiciones», señala Miguel Anxo García. «Ese marco de tensiones -dice el psicólogo- es de difícil aislamiento y delimitación como factor causal, pero no es un factor intrascendente en la explicación de la prevalencia de suicidios de una población».
«El embargo de una finca o de una casa es la leche», indica el ganadero gallego, que confirma las palabras de Miguel Anxo García. «Aquí el agricultor siempre ha tenido fama de pagar puntualmente y para él es una humillación no poder hacerlo», precisa. Es una sensación que se transforma en dolor cuando pierde las tierras que desde hace décadas han pertenecido a su familia. En esos casos, el desarraigo es total. «Se les quita más que su casa y su modo de vida. Pierden su identidad», concluye García.
Aquí y en cualquier otro lugar, el trabajador del campo es un ser que se enfrenta solo a los elementos y sin ninguna garantía de éxito. Se ve impotente ante el factor climático, que no puede controlar y que en unos pocos minutos puede destrozar su cosecha. Tampoco dependen de él los precios de sus cultivos o de la leche, como se ha visto en Francia, donde el coste de producción es superior a su precio en el mercado. Para Miguel Anxo García, «esto conduce a un fatalismo cultural, a que arraigue la idea de que no tienes control sobre las cosas».
Ser granjero no es una actividad de la que se puede desconectar cuando termina la jornada laboral. Es una ocupación que forma parte de la identidad de una persona. No está en juego su trabajo sino también su forma de vida, por eso muchos no dudan en endeudarse para hacer frente a las adversidades económicas. Piden préstamos que piensan devolver con la próxima cosecha y siguen pidiéndolos si algo sale mal. Es su tierra la que está en juego y tratan de conservarla por todos los medios posibles. Les va la vida en ello. Y a veces la pierden.
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