
Cuando los camiones tenían alma
Hace medio siglo, los parabrisas de los vehículos de carga llevaban mensajes de todo tipo
José Manuel Bretones
Periodista
Sábado, 12 de abril 2025
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José Manuel Bretones
Periodista
Sábado, 12 de abril 2025
Hace años, no tantos como creemos, para llegar a Granada desde Almería por carretera había que emplear tres horas menos cuarto. Al principio de los años setenta era imprescindible atravesar pueblos a velocidad de tortuga; recorrer el sinuoso Ricaveral y esperar turno para cruzar los cuellos de botella de los puentes. Hasta la obligatoria parada en Guadix, para desayunar o merendar churros, formaba parte de aquella liturgia viajera.
Se tardaba tanto que a los pasajeros de los coches les daba tiempo a dormir, a ver el paisaje, a mantener largas conversaciones de temas intrascendentes y a debatir sobre las desdichas amorosas de cualquier fulano. Los niños, en aquella época sin tablet ni móviles, se aburrían como ostras. Quienes se llevaban un TBO de Mortadelo y Filemón para ir leyendo corrían el riesgo de marearse con tanta curva y arrojar el Puleva de chocolate en una cuneta frente a la Venta del Molinillo.
El caso es que en uno de esos viajes en aquellos «Pegaso Setra Seida» de faros redondos y chasis colorao de Alsina Graells Sur, se me ocurrió la idea de matar la desidia apuntando en una libreta los rótulos pintados en las cabinas de los camiones que venían de frente.
En aquellas carreteras de un carril por sentido, aupado en la butaca del autobús, veías tan cerca el vehículo que venía en dirección contraria que distinguías si el conductor iba fumando Ducados o Celtas Cortos. Y claro, aquellos inmensos letreros en los frontales de los camiones se leían a la perfección. Medio siglo después, recuerdo muchas de esas palabras que escribí con caligrafía de quinceañero en una libretilla celeste de dos grapas y con hojas de cuadritos que, en la portada, ponía «Cuaderno» con letras de perfecta caligrafía de colegio de curas.
Los camiones con los que se cruzaba el Alsina camino de Granada eran robustos, ruidosos, contaminantes y solían circular sobrecargados, pero, al mismo, tiempo, esenciales para el desarrollo de la economía de Andalucía Oriental. La mayor parte eran de las marcas Pegaso de los modelos 1091 o Comet; Leyland Comet; Avia; Ebro o Barreiros; todos ellos con un diseño simple y funcional: cabinas cuadradas, colores vivos, tapetes y flecos decorativos en el salpicadero, espejos cromados, mercancías tapadas con una lona verde y atada con cuerdas y en sus grandes parrillas frontales los mensajes que a mí me interesaban.
Eran palabras cargadas de sentimiento, de cariño y de devoción. Y algunos, porqué no decirlo, de cierta prepotencia y chulería del amo del volante: «El Rey de la carretera»; «El que manda»; «Huelo a Diesel»; «La ley de la carretera»; «Dueño del asfalto»; «Soy Federico».
Eran muy abundantes los mensajes de pocas palabras que expresaban el sentir del camionero hacia su familia y que hacían del camión un elemento con vida, con alma, con personalidad: «Papá no corras»; «Toñi y Jorge»; «Mis tres hijos»; «Mi María Asunción»; «Mi Loli»; «Mis tres Marías»; «Los tres Pepes»; «Mis cuatro hijos»; «Mi María y mi Pegaso».
Las referencias religiosas eran, al mismo tiempo, habituales. Tantos días y tantas horas circulando, aquellos letreros del parabrisas se convertían en un templo de oración donde el chófer encomendaba su futuro profesional en sus creencias o en la patrona de su pueblo: «Dios me guía»; «Virgen de la Soledad», «Virgen del Mar»; «Cuídanos Señor»; «Voy con Dios»; «Jesús nos ama»; «Dios va conmigo»; «Virgen de Tices».
Otros rótulos señalaban específicamente al conductor como hijo de un municipio, de una localidad o de un lugar determinado: «De Graná casi ná»; «Almería, mi tierra»; «Mi Jaén»; «Mucho Motril»; «Albox»…
Pero, como es lógico, las empresas que eran propietarias de los vehículos aprovechaban ese espacio informativo para insertar el nombre de las sociedades o, simplemente, su actividad: Pescados; Frutas Navarro; Campsa; Agua de Araoz; Butano, Verduras…
Esos camiones con alma, en ocasiones, no podían subir las empinadas cuestas de las tercermundistas carreteras de Almería porque los motores sufrían mucho. Era cosa común ver en el arcén, echando humo por el capó, algún que otro vehículo atestado de sacos, maderas, cajas de fruta o materiales de construcción.
Hace 57 años, en 1969, la delegación local del ministerio de Hacienda tenía registradas más de dos mil licencias de transporte en la provincia para vehículos de gran tonelaje. Solo en la capital estaban contabilizadas 1.160 tarjetas para camiones de mercancías, amén de las 258 de empresarios de siete pueblos del Bajo Andarax; en Níjar había 140, en Adra 160, en Dalías 183 o en Roquetas de Mar 172. Albox ya se perfilaba como un importante centro logístico de Almería y en 1970 tenía inscritos 185 vehículos.
La mayoría eran empresarios autónomos, como Luis Cárceles Pérez, Miguel Colomer Granados, Pedro Montes Moreno o Natalio Mateo Pérez, pero diferentes sociedades y empresas tenían los camiones certificados con su nombre comercial: Piquer Hermanos SL, Celulosa Almeriense SA, Laboratorio Francisco Durbán, Hijo de J. Bautista Boluda, Miguel Sánchez y Cía, Miras Y Martín SRC, Cooperativa de Panaderos San Emilio, Minas de Gádor SA, Briseis SA, Artés de Arcos SA, Florymar SL, Francisco Oliveros SA, Procampo del Sur SA, Productos Químicos Ibéricos, Platil SA; Flaki SL; Viuda e hijos de J. Marco, Agrícola Sur Tripiana o La Cartagenera SA.
Y siendo, como era, una profesión masculina, la presencia de mujeres en el sector se convertía en casi anecdótica. No existían camioneras, aunque varias señoras empresarias se atrevieron a invertir en el sector y poner sus vehículos de carga en manos de profesionales, hombres. Aquellas pioneras fueron, entre otras, Francisca Rodríguez García, de la calle San Lorenzo; Dolores Herrera Pérez, de la carretera de Ronda; María Rodríguez Montesinos; Rosa Hernández Papis, Isabel Berenguel Ruiz y Cándida Ramón Sánchez, todas de La Cañada; María López Iribarne, del Barrio de San Luis; Josefa Ferrer Andújar, de la calle Hermanos Oliveros; Josefa Guillén Contreras, de Los Partidores o Milagros Sánchez Quesada, de la actual Avenida de Estación.
Todos, ellos y ellas, vivieron en primera persona el mundo del transporte de mercancías por carretera en una provincia con infraestructuras deprimentes. Pero, para compensar, eran dueños o conductores de unos camiones «que tenían alma».
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