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Francisco Martínez Perea
Domingo, 11 de junio 2023, 00:15
Cuando se reúne en un mismo cartel a Cayetano, Juan Ortega y Pablo Aguado lo normal es que aflore el arte y los aficionados disfruten de faenas plenas de inspiración y con multitud de detalles de los llamados caros, sobre todo cuando esa apuesta va ... acompañada de la presencia de una ganadería como la de El Pilar, en cuyos encierros suele haber siempre toros importantes y, por lo general, bravura encastada y mucha clase.
Conscientes de que podía haber cante grande sobre el albero de la Monumental de Frascuelo, los aficionados acudieron ayer al coso capitalino –en cantidad menor de la esperada– con la ilusión de ver al mejor Cayetano, un diestro que, además de llevar la pesada carga de dos apellidos ilustres, los de Rivera y Ordóñez, atesora cualidades propias innegables, y confiados también en que Juan Ortega y Pablo Aguado, sevillanos que se han confirmado como herederos del legado de otros grandes artistas hispalenses, algunos con vitola de mitos, tuvieran la oportunidad de demostrar que el toreo de esencias, ese que tanto emociona y que surge espontáneo y puro, tiene el presente y futuro garantizado.
Algunos de esos aficionados se hubieran sentido ya gratificados con una tarde como la vivida en Málaga el Domingo de Resurrección, en la que los mismos toreros ofrecieron un formidable espectáculo y convirtieron la corrida Picassiana en un evento inolvidable, pero lo cierto es que sus expectativas se quedaron cortas, porque el balance artístico, en conjunto, fue incluso superior, con faenas para el recuerdo y los tres espadas a hombros por la Puerta Grande al término del festejo.
Cayetano ha callado muchas bocas en las últimas temporadas y ha sabido acabar para siempre con algunos sambenitos que venían a cuestionar sus dotes técnicas y otras carencias relacionadas con su tardía irrupción en los ruedos. Hace tiempo que el menor de los Rivera Ordóñez camina por los ruedos con la solvencia de un torero hecho y la calidad de quien tiene conceptos claros sobre un estilo concreto, para él irrenunciable, que, además, le viene dado por naturaleza, forma de ser y afición. Ayer, frente a dos toros de distinta condición, Cayetano, que sufrió una espeluznante cogida en el que abrió plaza, por fortuna sin mayores consecuencias, dejó pocas dudas sobre el torero que hoy es y sobre su clase. Valiente, centrado, con mucha entrega y personalidad dejó claro que está en son de guerra y preparado para medirse con quien sea y donde sea. Los recibos capoteros fueron cadenciosos y aterciopelados y las dos faenas de muleta la constatación de que pasa por un momento dulce como profesional y artista. Cortó una oreja del primero tras una gran estocada y las dos del excelente cuarto, al que cuajó de principio a fin y cuya muerte brindó a su hijo Cayetano, con el que dio la vuelta al ruedo. El mejor y más rotundo Cayetano visto en Granada, sin duda.
Juan Ortega ha conseguido que el toreo de capote se revalorice y deje de ser un mero complemento de cualquier faena. Su despaciosidad y vistosidad a la hora de manejar el engaño y el sentimiento con que lo hace le otorga a sus primeros tercios un interés especial. Los vuelos de su capote desprenden sutiles aromas y sus verónicas son puro arte. Pero no es lo único que el diestro sevillano hace bien, porque, como buen perfeccionista que es, la misma pasión que pone en el toreo de capa, el mismo concepto de pureza, lo saca a relucir cuando, muleta en mano, ejecuta series con las dos manos. Lo fundamental y lo accesorio, el fondo y las formas, la técnica y la inspiración convierten sus trasteos en algo singularmente armónico y bello, aunque ayer sólo pudo lucirse en plenitud con el quinto, ya que su primer oponente, bronco, no se dejó de salida. Ortega procura torear siempre con mucha verdad y despaciosidad y cuando lo consigue, como ayer con su segundo y por momentos con el otro, el arte, su arte, se torna diferente. De peso las dos orejas cortadas, una a cada toro. Si su temporada de 2022 no fue todo lo rotunda y triunfal que cabía esperar, parece, por lo demostrado ayer, que ha vuelto por sus fueros y recuperado su capacidad para entusiasmar y convencer.
Y qué decir de Pablo Aguado, un torero que ha hecho de la naturalidad algo singularmente extraordinario y trascendente. No necesita alharacas ni excesos gestuales para generar emoción y trasladar a los tendidos lo que él siente -y debe sentir mucho- en la soledad del ruedo. En Aguado todo es espontaneidad. Lo que otros venden con esfuerzo y fingimiento, él lo convierte en un ejercicio de suprema y grandiosa sencillez. Impacta por esa forma suya de hacer el toreo sin aparente esfuerzo y apelando siempre a los impulsos del corazón, a ese arrebato de arte que emerge de lo más profundo de su ser. El recital ofrecido ayer con capote y muleta, su forma de ejecutar las suertes, con exquisito temple y una estética tan singular como bella, fueron sin duda uno de los muchos focos de una tarde iluminada por las luces del arte y con muchas cosas para el recuerdo. Lástima que la espada emborronara su primera faena, algo que al final le impidió acompañar a sus compañeros en la salida a hombros.
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