Escena de toros, de Francisco de Goya, en el Museo del Prado. IDEAL
Toros en Granada

La verdadera historia de la tauromaquia contada por una granadina

María Luisa Ibáñez desmiente las opiniones que sostienen la pervivencia de las corridas

Eduardo Castro

Martes, 23 de enero 2024, 23:46

Quienes remontan el origen de las corridas de toros a los ritos paganos de la antigüedad griega o romana, e incluso quienes no van más allá de la Edad Media en la Península Ibérica para datar su nacimiento histórico, justificando además su existencia como una ... seña identitaria de nuestro patrimonio cultural, deberían leer el libro que la granadina María Luisa Ibáñez publicó no hace mucho bajo el título de 'Tauromaquia. Déjame que te cuente su historia' (Caligrama Editorial, 2022).

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Nacida en Íllora en 1962 y licenciada en Geografía e Historia por la Universidad de Granada (especialidad de Historia del Arte), su autora viajó e investigó durante años para comprobar que «la veneración que daban al toro las gentes de las antiguas culturas mediterráneas no tenía nada que ver con nuestra tradición taurómaca», tradición que, como es evidente, nació, evolucionó y se perpetuó exclusivamente en nuestra tierra, aunque con influencia también en Portugal, sur de Francia y algunos países americanos. Y, como cabe suponer en toda investigación seria que se precie, la granadina también partió en la suya de los autores clásicos, tanto los defensores de la lidia de toros bravos como sus detractores, no tardando en percatarse de que «la maraña de teorías e hipótesis sobre el supuesto origen legendario de la tauromaquia comenzó a gestarse a finales del siglo XVIII», siendo ése también el momento en que «nuestras crueles prácticas comenzaron a cuestionarse seriamente», hasta el punto de que «su continuidad llegó a pender de un hilo, amenazada su existencia por los aires reformistas de los reyes Carlos III y Carlos IV», quienes llegaron incluso a prohibirlas.

Desde Fernández Moratín en 1776 con su indocumentada adjudicación de la fiesta a los musulmanes y su fantasioso alegato sobre el Cid Campeador como «el primer caballero que alanceó toros», hasta Álvarez de Miranda en 1962 con su rocambolesca teoría sobre el simbolismo mágico-sexual de la tauromaquia, pasando por quienes remontaban su origen a la Biblia («no sería de extrañar –escribió Pascual Millán en 1888– que el día menos pensado se descubriera un 'papyrus' demostrando que el toreo nació por inspiración divina, siendo Noé el primero que lo practicó valiéndose de largas y verónicas para hacer entrar al toro en el Arca»), las conjeturas más absurdas y nada rigurosas sirvieron de apoyo a los defensores de la lidia. Ninguna tan descabellada, sin embargo, como la que Melgar y Abreu recogía en 1927 de un manuscrito escrito siglo y medio antes por José Daza: «El paraíso estuvo en Andalucía, donde el toro adquirió su ingénita bravura y Adán tuvo que torear para uncirlo al arado o engancharlo a la carreta».

Falsos mitos

A continuación, la investigadora granadina va uno a uno desmontando todos los falsos mitos asentados y dados por ciertos sin fundamento alguno por los defensores de la tauromaquia, empezando por lo que ella califica como «una de sus tergiversaciones más flagrantes»: la supuesta existencia de una raza autóctona de toros salvajes de los que provienen los actuales toros bravos. Así, tras señalar que ninguno de los autores grecorromanos hizo nunca referencia a rituales o juegos con toros en Hispania, María Luisa Ibáñez afirma que el toro de lidia es una creación humana que data del siglo XVIII y que los animales utilizados en los festejos medievales no eran más que bueyes y toros mansos a los que, según crónicas de la época, «para hacerlos participar en aquellos macabros juegos, había que embravecerlos con sonidos de trompetas y ladridos de perros». Sea como fuere, el caso es que dichos festejos nacieron en el siglo IX entre los jóvenes de la nobleza astur-leonesa y sólo consistían en alancear toros, siempre a caballo y en celebraciones muy especiales, costumbre que después se extendería durante la alta Edad Media por los reinos cristianos del norte peninsular, como manuscritos, dibujos, cuadros y esculturas de aquellos siglos evidencian.

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Las primeras voces influyentes antitaurinas se remontan a fray Hernando de Talavera (el confesor de Isabel la Católica y primer arzobispo de Granada) o Alonso de Herrera, que en su 'Agricultura general', tras alabar a los toros como 'compañeros' de trabajo en las tareas del campo, critica duramente «la crueldad de quienes los matan echándoles lanzas y garrochas como si fuesen malhechores, no teniendo culpa», para terminar clamando: «Por Dios, yo no alcanzo a saber qué placer puede haber en matar «a lanzadas y cuchilladas a una res de quien ningún mal se espera». Por su parte, santo Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia, denunciaba en sus sermones que «todos cuantos obráis y consentís, y no prohibís las corridas, no sólo pecáis mortalmente, sino que sois homicidas y deudores delante de Dios en el día de su juicio de tanta sangre violentamente vertida».

Entre los detractores de la lidia de toros destacan desde el padre Mariana con su 'Tratado de los juegos públicos' (1609) o Jovellanos con 'Pan y toros' (1812) hasta los muchos autores del siglo XX (Benavente, Clarín, Baroja, Unamuno, Azorín, Juan Ramón, Miguel Hernández, Umbral...) o los que en la actualidad no dudan en pronunciarse en su contra, sin que hasta ahora hayan podido imponer sus argumentos a una sociedad secularmente acomodada a las 'falsas verdades' de los defensores de este cruel atavismo oficialmente revestido en nuestra tierra de 'bien cultural a proteger'.

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El hambre

Al final de sus 600 páginas, la autora de esta historia de la tauromaquia termina concluyendo que el toreo a pie tal como lo conocemos hoy no se consolidó hasta el siglo XVIII, cuando «el populacho más humilde, hambriento y desesperado, apoyado en Andalucía por la nobleza y sus maestranzas, se tiró al ruedo para enfrentarse, no ya por honor sino por hambre, a un potente animal desesperado por salir de la encerrona en la que lo metían», circunstancia que los propietarios de fincas ganaderas aprovecharon para «hacer un lucrativo negocio, seleccionando los toros más bravíos para cruzarlos de manera artificial y crear así los primeros toros de lidia con la única finalidad de ser reglamentariamente torturados en las plazas».

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