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Dos de enero de 1492. El tintineo retumbó con fuerza en la torre de Comares. Boabdil, el último sultán de Granada, estiró el brazo con un puño que parecía mármol de Macael. Cuando abrió los dedos, el manojo de llaves cayó sobre la palma de Gutierre de Cárdenas, el hombre de confianza de los Reyes Católicos. No eran las llaves de una ciudad. Ni siquiera eran las llaves de un palacio. Eran las llaves de su vida porque él, como todo su séquito, nació allí: en la Alhambra.
Pasadas las tres de la tarde, Boabdil y los suyos se marcharon para no volver. «Al Andarax», ordenó el sultán a varios centenares de vasallos, sirvientes y cortesanos. A lo lejos, con Granada en el horizonte, suspiraron y lloraron por todo lo que no supieron o no pudieron defender; por todo lo que perdieron. Al cruzar el puente de Dúrcal, cerca del río, un tipo se alejó lentamente del barullo hasta que consiguió escabullirse entre árboles y arbustos…
–Bueno, a ver –carraspea Jaime, 533 años después, sentado en un banco del Paseo de los Tristes–. Lo cierto es que no sabemos si lo dejaron ir o se escapó. A mí me gusta pensar que se escapó. Algún día escribiré la novela… En fin, ¿sigo?
El tipo recorrió la senda del río y logró llegar a Cónchar, un pequeño pueblo del Valle de Lecrín donde años atrás había comprado tierras y una preciosa casa. Boabdil saltó de las Alpujarras a Fez, donde fallecería una década después. Si alguien del séquito preguntó por aquel tipo, fue como si hablaran de un fantasma, de un alma perdida. En Cónchar, sin embargo, no pasó desapercibido. Los soldados de los Reyes Católicos convidaron a los moriscos del pueblo –y del resto de la provincia– a que tomaran una decisión: convertirse al cristianismo, marcharse por su propio pie o ser ajusticiados. El tipo se bautizó con un nombre propio de reyes: Fernando. «¿Y de apellido, qué ponemos?», le preguntaron. Y él, como su viejo sultán, se acordó de su cuna: Alfambra. Fernando de la Alfambra.
–Y de ahí viene mi apellido –sonríe Jaime, que retoma al momento–. Porque, como bien sabes, la hache ahora es muda, pero antes no lo era. Era una hache que sonaba como efe: figo, farina, forca, foz, fumo. Así que se decía Alfambra. Alffffambra. ¿Sabes cómo descubrí esta historia?
Jaime Alfambra Domínguez nació en Cónchar, en el Valle de Lecrín, en 1948. «Al-fam-bra», paladea las sílabas con el ceño fruncido. «La de veces que he tenido que repetir mi apellido… ¿Alfombra? ¿Alzambra? ¡No! ¡Al-fam-bra! Debe ser el apellido más granadino del mundo», ríe divertido. Licenciado en Derecho por la Universidad de Granada, Jaime también es poeta y escritor. Ha publicado dos poemarios y, desde que se jubiló, mantiene una intensa actividad literaria en su página de Facebook: Buzón de poemas de Jaime.
«Creo que lo de escribir es genético. Primero por mi madre, Trinidad Domínguez Urquiza. No estudió nada, pero escribía y era muy artista. Somos seis hermanos y creo que, de una manera u otra, todos tenemos una historia que contar. La mía me la dejó mi padre en el apellido». Pero empecemos por el principio. Jaime Alfambra se define con cinco versos: «Soy granadino de fondo / andaluz en mi ser / sevillano de vivencias / gaditano sin recuerdos / y catalán de alquiler».
Jaime vivió en Barcelona hasta 1990, cuando logró un traslado de vuelta a la tierra. «Me convertí en el jefe de atención de averías en Telefónica. Y así fue como un día recibí la reclamación de un señor que se llamaba Eduardo Espinosa… Alfambra». Eduardo Espinosa Alfambra, fallecido en octubre de 2020, fue un artista muy querido en la tierra, escultor del Cristo del Trabajo y la Virgen de la Luz, y medalla de Oro de la Ciudad de Granada. Y si no es por esa llamada sobre una avería telefónica, nunca se hubieran conocido los dos Alfambras. A pesar de que, como descubrirían más tarde, eran familia. «Fuimos a visitarlo. Nos recibió vestido con chilaba en su casa, un palacete que tenía. Cuando me presenté se quedó sorprendido».
–¿Alfambra? ¡Eso es un apellido de Granada! –exclamó Eduardo, que notó en Jaime un acento del norte, por sus años en Barcelona–. En concreto, de un pueblo.
–Claro, de Cónchar.
–¿Cómo lo sabe?
–Porque nací allí.
Los dos Alfambras cruzaron sus líneas temporales y localizaron familiares en común. «No era muy difícil, no somos muchos», recuerda Jaime. El caso es que Eduardo Espinosa había investigado con un tío abuelo suyo, en la facultad de Bellas Artes, el origen del apellido. «Consultaron certificados de bautismo, registros civiles… y lograron completar el árbol genealógico hasta el siglo XV, esto es, la reconquista de los Reyes Católicos y la expulsión de los moriscos de la Alhambra».
Jaime otea el monumento desde el Paseo de los Tristes, en silencio, como una hache que no se pronuncia pero está presente. «Alfambra –termina–. Soy el fijo de la Alfambra».
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