Suerte que ellos tres no volvieron al palacio de Herodes, que si no nos

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dejan sin Navidad. Suerte también que igual que llegaron en cabalgata, luego se van mucho más ligeros de equipaje. Porque lo suyo es el cargamento de regalos que dejan esturreados por ... dormitorios y otros cuartos.

Un teatro también es buen lugar para que un regalo arome entre bambalinas el día seis de enero. Es la buena idea que han tenido este año Mago Migue y Lolo Fernández, al ofrecer dos funciones seguidas de su espectáculo: 'Los reyes malos', en el Isabel la Católica.

Un regalo a dúo, en el que se enhebran números cómicos y de magia, mediante un guion algo endeble pero salpicado de momentos hilarantes, que es para lo que se han llenado la sala y el anfiteatro, hasta los topes. Tras confundir el humor, tan necesario, con el humo, tan molesto, sobre todo para las primeras filas de niños, la hora de risas y sorpresas transcurren sin demasiados altibajos y casi siempre con una comicidad latente, sencilla, blanca y casi ingenua.

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Mago Migue, con sus variedad de chaquetas y su inseparable ego, renueva algunos trucos aunque cae en el error de usar la baraja pequeña, invisible para las lejanías de los asientos más baratos.

El número de la leche, bueno aunque sin cohetería y el amago de hipnosis muy resultón.

Lolo mejora en algunos números lo que antes fue de escaso reír, puede que porque casi siempre está muy acelerado, añorándose aquel rictus pausado y divertido del viejo clown con cara enharinada y nariz de tomate cherry.

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Pero no fueron dos los artistas. Fueron muchos más. Porque es costumbre de magos hodiernos el invitar a subir al escenario a niños y mayores.

Ambos, con su desinhibición y su desparpajo (¿quién dijo malafollá en Graná?) contribuyeron mucho a que la carcajada no cesase ni un momento entre la chiquillería y su parentela.

Y como broche final ese número de las adivinaciones, que borra cualquier vado o grisura en los sketches anteriores.

Graciosísimos ambos, descacharrantes hasta el extremo, colmados de esa gracia que compensa, con el buen sabor de boca que nos deja, la añoranza.

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