Aprieta el pianista las teclas blanquinegras. Rasguea el guitarrista apretando su instrumento contra el pecho. Las dos bandejillas del bandoneón se aprietan, para luego relajarse como tendón en calma: «el músculo duerme, la ambición descansa». Y se aprietan dos cuerpos, trémulos como las manecillas de ... un reloj, marcando con sus piernas las horas que danzan infinitas desde Corrientes hasta la Acera del Casino.
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Piano, guitarra, bandoneón y danza han sido los principales protagonistas de esta trigésimo sexta edición del Festival Internacional de Tango de Granada, que echó el telón anoche, tras casi una semana de variados espectáculos. Ciertamente no ha sido un festival con estrellato único ni pretensión histórica, pero sí un calculado y bien medido hilván para la necesaria reactivación de la cultura en Granada, hogaño más que adormecida y así imposible de cualquier capitalidad.
Una vez más, y esto es lo importante, se ha abarcado mucho, sin dejar de apretar en lo esencial. Porque el tango, como dijo Beatriz, la imprescindible y adecuada presentadora, es tradición y vanguardia, pureza y fusión, sosiego y agitación. Por eso es un arte tan vivo como longevo. Tras las timbradas flautas el jueves, el viernes oímos a un curiosísimo grupo musical, más festivo que arrabalero, dirigido por Mauricio Vuoto, hablando también desde el piano. Entre ellos la muy sentida voz de Gisele Góngora, como casi siempre demasiado alejada del proscenio, demasiado atrás para que delante bailen las parejas. Algún día habrá que imaginar un diseño alternativo a esta baraja de dos cartas en que los bailarines siempre salen ganando.
No fue así, en su despedida de los escenarios, la actuación de Fernando Ríos, un histórico de la voz, una de esas puntadas que cose nuestro presente con aquel pasado mítico del tango aguardientoso y letra en aguijón. Más raro resultó el baile de Mauro y Sabrina que casi confunden el tugurio tanguero con una discoteca de megavatios.
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Ayer domingo de nuevo ambos bailarines, y una voz de mujer incrustada entre los instrumentos protagonistas de este festival: el bandoneón de Daniel, la guitarra de César y el piano a cuatro manos por Polly y Claudio en nada menos que un estreno mundial.
Incrustado en la velada del sábado un recuerdo a Manuel de Falla, tangueado sin ofensa. Porque el que vivía en la Antequeruela, para irse al cielo, eligió como estación de salida un lugar de Argentina. Ciertamente más rural que rioplatense, menos tanguero pero evocador de una Antártida. Y el eterno viaje de su música nos recordó las odiseas marineras de ida y vuelta, cuyo velamen viaja insuflado por buenos aires, y que llevan ya 36 desembarcos en esta dársena nuestra que se llama Teatro Isabel la Católica. Cuando la primavera, está llamando la puerta porque quiere ser también espectadora.
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