Tan lentamente como se alzó el telón, unos copos de nieve gris caen sobre el escenario formando un montoncito yerto, un seno sin pezón, un pecho juvenil de ceniza que ya ni placerá ni amamantará. Adela yace muerta y remuerta, para que Lolita Flores pueda ... desvivirse. La hija de un mito, que siempre será Bernarda Alba, es aventada por la hija de este otro mito que sigue siendo Lola Flores.

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Con su pelo leonado y su estameña monacal, que al final se descoca un poco, la actriz va y viene, entre telas, menudeando reproches hacia todos los personajes de Federico. Su hablar castizo, que parece idóneo para una criada de entonces en la Vega de Granada, nos hurta no pocas sílabas, que tampoco es demasiada pérdida porque el endeble texto bebe del clásico y vive de su memoria. A cambio, Lolita lo pone todo en escena. Es un turbión de queja y recriminación. Vehemente e impulsiva. Se deshace como actriz, grita por sojuzgada, gesticula como fámula, araña el aire a dentellada limpia. Pero nunca consigue engancharnos del todo. Estalla pero su eco se desvanece en seguida.

Y la culpa la tiene también el director con su dispendio de visillos gigantes para una Casa rural, tanto oscuros de escenario, que destrozan por completo el ritmo de la función nunca encaramado, con esos molestísimos focos que deslumbran al respetable de las primeras filas, con esas luces de colores que fisgonean la escena distrayéndonos de la actriz y su denuedo.

Difícil para el crítico trazar la secante entre los dos mitos a los que me refería al principio. Dónde termina el teatro, con Federico como su edecán, y donde comienza el mero lucimiento de la actriz que tanto debe al nombre de su madre. Por eso me pareció adecuado que, tras un teatro de enjundia endeble y más cortinaje que ventanas al esplendor, Lolita representase el sábado su estambote de lágrimas veraces, agradecimientos a muchos y besos al suelo de Granada, mientras los aplausos no cesaban en el Isabel.

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La Casa de Bernarda Alba termina con una frase que casi nadie obedece. Bernarda, en su monólogo final, nos grita a todos: «¿Me habéis oído? ¡Silencio! ¡Silencio he dicho! ¿Silencio!» Pero, pasada esta última página, y cerrado el libro, para muchos, como es el caso de Luis Luque, Federico sí tiene vuelta de hoja.

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