La magia y el falsete

Nada nuevo salvo el falsete del protagonista, que oscila del italiano macarrónico al parloteo incontinente. A pesar del título de la propuesta, que invita a un argumento intrigante, y de la multiplicidad de personajes encarnados por Oliver, una vez más la falta de un guión sólido se deja notar. Los chistes, tanto los verbales como los gestuales, son predecibles y los ritmos invitan a no aburrirse un instante. De nuevo dos dependencias casi esclavizantes. Por una parte la consabida y tirana necesidad del objeto por parte del mago: la baraja, esta vez menos conspicua, la numerología para el arte adivinatorio, la barita mágica que se porta rígida en manos del mago y flácida en la de los invitados, y la jarrita de agua que se llena sola, de lo mejor de la noche, con su pequeñez y su humildad.

Y por otra parte la invitación al público, mayor e infantil, a subir al escenario para ser comparsa de cada pase y rozar el ridículo con atuendos varios suministrado desde el abundante baúl del mago. Este proceder, con ser tónica general y a veces resultar hilarante en extremo, hay que dosificarlo con tino pues puede rozar el hartazgo y causar no pocas molestias no confesadas entre el respetable, sobre todo si es adulto, no así entre los niños.

Los pases, en su mayoría del montón de los ya vistos, realizados con cierta limpieza y bien acompañados de música adecuada y auxiliados por la compañera, siempre oscilante entre la discreción y el coprotagonismo. Alguna bajada al patio de butacas y mucha charla para que el falsete le siente bien a la magia.