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Érase un sueño de Navidad
Bárbara Muñumer
Lunes, 23 de diciembre 2024, 00:19
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Bárbara Muñumer
Lunes, 23 de diciembre 2024, 00:19
Tengo una mascota que vive en mis sueños. Bueno, vivía. Era un gato negro con ojos dorados como dos candiles encendidos. La verdad es que creo que le pertenecía a otra persona, pero el gatito y yo nos caíamos muy bien.
Aquella víspera de Nochebuena, ... después del trabajo, había apagado el teléfono a pesar de las llamadas de mi madre. Al pasear por Granada, vi un gato negro. Estaba segura de que era el mismo que caminaba por mis sueños. Tenía sus mismos ojos, como soles líquidos. Tomaba la luz azul de la luna en la avenida de la Constitución. Luego, me persiguió durante un tramo. Las calles, ya bañadas en su cielo crepuscular de pétalos de rosa y estrellas titilantes, estaban vestidas por las luces de la Navidad. El gatito me golpeó el tobillo con su cabecita. Después, se dirigió hacia uno de los bancos, al lado de la estatua de San Juan de la Cruz. Allí había una viejecita sentada. Los pelos blancos y ralos se le salían del gorro granate. Llevaba un abrigo de hombre gris y raído, igual que la falda, que descubría sus piernas.
La farola iluminaba sus ojos, como estrellas azules. La viejecita me sonrió mientras acariciaba al gatito. Yo le devolví la sonrisa, pero sentí una punzada de dolor al alejarme. Contemplé a la masa gris que paseaba con bolsas y sonrisas inclinadas hacia sus teléfonos. Miré hacia atrás. Invisible para el resto, la viejecita seguía en el banco. En el regazo sostenía al gatito. Crucé la calle hasta una carnicería. Al abrir la puerta, sentí el aroma del jamón. Compré un par de bocadillos, que la dependienta envolvió en papel, una caja de roscos de vino y unas rodajas de salchichón para el gato.
Volví hacia donde estaba la viejecita y le puse la bolsa en las manos. Sus ojos ultramar me lo agradecieron y el gatito maulló. Me alejé hasta el Paseo de la Bomba. Los coches rugían veloces. Y el Genil, encarcelado entre cemento por ese tramo, no me alivió la angustia. Sentí cómo el nudo de mi garganta quería abrirse como una flor espinosa. Pensaba en tantas viejecitas que así malviven. Por alguna razón, lo asocié con mis padres, quienes ya comenzaban a envejecer. De hecho, apenas iba ya a verlos a Loja. Por primera vez, pensé en la Navidad en la que ya no estarían conmigo, sino en el reino de mis sueños. Pero eso sería dentro de mucho, mucho, mucho tiempo.
***
La tarde siguiente ya se respiraba el ambiente festivo de la Nochebuena por las calles de Granada. Vi familias en las terrazas de la Plaza de la Trinidad: reían y hablaban, mientras miraban sus teléfonos. También los niños estaban pegados a aquellas pantallas y no jugaban. Lo comparé con las Navidades tan bonitas que Charles Dickens dibujaba en sus cuentos.
Me senté en un banco y llamé a mi madre antes de ir hasta Loja. Había tenido varias llamadas perdidas suyas. Le pregunté si les faltaba algo para la cena y me respondió que «yo». Sonreí. Cuando terminé de hablar, entré en una tiendecita para comprar algunos dulces. Al ver los roscos de vino, recordé a la viejecita. Salí a la calle. Las farolas y luces navideñas ya se habían encendido. Quizá era una locura lo que estaba pensando, quizá yo era la loca y el mundo, el cuerdo. Me planteaba llevarla a cenar con nosotros. Gato incluido. Quizá, desde un pueblecito como Loja se la podría ayudar a mejorar su situación mejor que en una ciudad: buscarle una casita o alguien con quien vivir… Mis padres eran gente de campo. Humildes, de buen corazón. Comprenderían.
Anduve a zancadas por San Juan de Dios hasta llegar a la Constitución. Desde lejos, vi cómo unos señores de emergencias, ataviados con su uniforme amarillo y bañados por las luces rojas de la ambulancia, retiraban un gato muerto de la carretera. Negro. Los coches seguían pasando a gran velocidad y la ambulancia también rugió disparada. No. No podía ser el de la viejecita. No era él. Busqué con la mirada mil y una veces. La viejecita no estaba por ninguna parte.
Cuál sería su nombre.
Algunas personas no tienen nada.
Nada.
Me di por vencida, cogí el coche y fui a Loja. En cuanto mis padres escucharon el motor al aparcar, salieron a la puerta. Me recibieron con su aroma a olivos y sus abrazos cálidos. Dispuestos alrededor de la mesa camilla de la sala, la sopa de picadillo humeaba en el centro del mantel granate. También había langostinos a la plancha y sepia al horno. En la tele, los políticos prometían sus sapos por la boca. La apagué y puse música navideña. Mi padre se lamentaba de que no nos hubiera tocado la lotería. Yo reía con mi madre. Durante aquella Nochebuena, me sentí la persona más afortunada del mundo por tenerlos, por cenar con ellos. Siempre había sido millonaria y no me había dado cuenta.
Aquella misma noche, soñé de nuevo con el gatito negro. Se encontraba en el regazo de la viejecita, en la avenida de la Constitución, pero la calle estaba totalmente diferente: silenciosa e iluminada por los astros celestiales y las galaxias refulgentes del cielo. Ambos estaban rodeados por unas figuras de luz bellísimas. Era Navidad. Y me decían adiós antes de ascender hacia las estrellas.
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