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Antonio nació con la mirada afilada y las manos rápidas, dones que puso inmediatamente al servicio de su enorme curiosidad por las pequeñas cosas vivas. «El matabichos», le llamaban, porque siempre estaba removiendo la tierra para juguetear con sus inquilinos. Una vez, en el pueblo, encontró dos grandes culebras, las atrapó y se las llevó a casa con la feliz idea de cobijarlas en la bañera. «¡Mirad lo que he encontrado!», le dijo a sus padres, que gritaron con tanta elocuencia que el pequeño Antonio agarró las serpientes a toda velocidad para devolverlas a su hábitat. Cuantos más bichos encontraba, más crecía su pasión. Así, pronto descubrió que el mundo estaba repleto de criaturas pequeñas y que, mirase donde mirase, siempre había algo nuevo y fascinante.
«¡Donde mires hay algo!», exclama Antonio de la Blanca (Granada, 1952), tan entusiasmado con la visita como los recién llegados. El centro de reproducción de insectos, en pleno corazón de Granada, es un pequeño milagro verde habitado por 72 especies distintas. Una urbanización de terrarios en la que conviven saltamontes, cucarachas, escarabajos, insectos hoja, insectos palo, arácnidos, mantis religiosas... Y a cada cual más sorprendente. «Son los organismos más abundantes que tenemos en el planeta, pero pasan desapercibidos». Efectivamente, con la nariz casi pegada al cristal, los ojos del ignorante podrían pasear entre las ramas y la tierra durante horas y no verían absolutamente nada. Pero nada de nada. «Pues ahí hay diez vecinos», advierte Antonio, divertido. Y de repente, pum, ahí están.
Este centro de reproducción lleva funcionando desde hace 20 años. Y todo lo que nace aquí es para divulgar, ya sea en centros educativos o, claro, en el Biodomo del Parque de las Ciencias, donde es experto colaborador y realiza todos los fines de semana el taller 'Descubre los insectos'. Antonio saca del terrario uno de los insectos palo camuflado entre las ramas y lo mira con una admiración innata. «Mi tiempo está aquí. Todo el día. Nací con este interés y me moriré con un insecto en la mano». Luego, con un movimiento acompasado, para no alterar al bicho, muestra el resto de la estancia y sonríe. «Venga, que esto solo es el principio. Todo lo que hay aquí es la muestra del tiempo que pasé en la selva».
Aquel niño enamorado de los bichos... «Un momento», interrumpe Antonio. «Es que no son bichos y no haces más que llamarlos bichos. Son insectos. A los niños les digo que los bichos están en la calle, que tienen dos piernas y de esos son de los que hay que tener cuidado». Aquel niño enamorado de los insectos se pasó el instituto organizando excursiones para sus amigos y, al terminar, se matriculó en Biológicas en la Universidad de Granada. «Surgió una oportunidad magnífica: ir al Amazonas para hacer un estudio de las abejas de la orquídea. Y allá que fui, en 1975».
Cuando el barro del río más largo y caudaloso del mundo salpicó sus botas, recordó uno de sus primeros libros de entomología que describía con devoción los ejemplares de insectos más extraños del Amazonas. Nada más entrar en la selva, subió un pequeño cerro y se topó, de frente, con una ristra de hormigas marabunta. «Para mí fue lo más grande. No había manera de calibrar la magnitud de ese acontecimiento. Y, aunque iba para unos meses, me quedé allí dieciocho años».
Pese a que su interés y su atención era exclusivamente para los insectos, Antonio también necesitaba comer, así que compaginó su vocación con el trabajo en una empresa de Caracas. «Llegué a subjefe de división. Hacíamos zapatos, cinturones y carteras de dama. Pero los fines de semana me iba a la selva. Y, a veces, me tiraba periodos de hasta mes y medio allí dentro, colectando insectos». Recorrió Venezuela, Colombia, Perú, Brasil... Y, entre medias, se casó, tuvo dos hijos, creció la tensión social en Caracas y la familia De la Blanca decidió que había llegado el momento de volver a España. «Iban a abrir el Parque de las Ciencias y vimos una vía. Esperé a que llegara esta última fase del Biodomo pero, mientras, desde el 92, comencé a trabajar como divulgador en centros educativos de Andalucía. Quería difundir la relevancia que tienen los insectos en el mundo natural».
Sobre una de las mesas hay un calabacín, una calabaza y una manzana. «Eso es para las cucarachas. Venid», pide Antonio, conforme abre uno de los terrarios y levanta dos trozos de madera con una delicadeza extrema. Debajo hay dos cucarachas de Vietnam que parecen dos perlas de colores. «Están a punto de criar, tengo que estar pendientes de ellos todo el día». De pronto, del suelo se escucha un leve crepitar, como una freidora llena de patatas fritas. «Estas son cucarachas del Amazonas colombiano -dice y coge una con agilidad, como Timón y Pumba en 'El Rey León'-. ¿Has visto qué bonitas? Parecen un trilobite. Así los niños entienden que no hay que tener miedo y aprenden que las cucarachas son fundamentales para nuestra vida: si no fuera por ellas y por las moscas estaríamos llenos de basura por todas partes».
Aunque, por la pandemia, Antonio lleva «demasiado» sin volver al Amazonas, desde que regresó a Granada ha vuelto cada dos años a Sudamérica. El centro de reproducción es un ecosistema vivo en el que todo, absolutamente todo, juega un papel. Hasta una caja llena de trozos de pan duro que hay en la entrada. «Fíjate bien en la miga. Eso son tenebrios, unas larvas que se comen otros insectos. También hay polillas que se comen el pan y me sirven para las mantis... Luego, cada dos días voy al campo a por diferentes plantas para los herbívoros». Entonces, De la Blanca muestra una bolsa de plástico que lleva en la mano desde el principio. «Son moscas. Venid, vamos a darle de comer a la mantis de la orquídea».
La mantis de la orquídea es, sin duda, una joya de la naturaleza. Una joya que caza la mosca al vuelo a una velocidad vertiginosa. «Los insectos -explica Antonio- son vehículos para hacer entender la importancia de cuidar la naturaleza a nivel global. Si no se ven, la gente no lo entiende. Tiene que impactar». ¿Cuál es la gran lección de los insectos? «Que cada vez hay menos insectos y que sin los insectos no hay vida. Que la Naturaleza necesita nuestra ayuda para recuperarse y, si lo hacemos, las generaciones venideras podrán disfrutar de lo que realmente importa: la vida».
Antonio salta de un terrario a otro, siempre con una nueva historia que contar: la de los saltamontes de Malasia, la de los insectos hoja, la de las cucarachas más grandes del mundo... «Y esta es la mantis del Amazonas -coloca sobre su mano el enorme insecto de un color amarillo tan intenso que parece pintado-. Os lo dije, ¡si es que donde mires hay algo!». Se equivocaron con él. Era todo lo contrario a un «matabichos».
Los insectos constituyen los cuatro grandes pilares de la Naturaleza: son los principales polinizadores, controles biológicos, descomponedores y son la base de la cadena trófica. «Cuando los niños ven los insectos –analiza Antonio– saben que existe este mundo y que si lo cuidamos, todo lo que está por encima permanecerá». El experto insiste en que «no son mascotas» y que todo lo que él colecta es para fines educativos y científicos. «Aquí reproducimos especies tropicales. Contamos con un patrimonio genético que no se puede perder de ninguna manera».
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