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Para encontrar un agujero negro hay que vivir en un telescopio blanco. Para vivir, sea cual sea la galaxia, necesitas una familia. Y las familias, si son auténticas, son capaces de convertir cualquier rincón del universo en un hogar. En un rincón del Pico Veleta, a la orilla de los surcos que dejan los esquís, está el Observatorio del Instituto de Radioastronomía Milimétrica (IRAM). Su papel fue fundamental para alcanzar uno de los hallazgos científicos más importantes de nuestra era: la imagen del agujero negro. Aquella misión ocupó menos de cien horas de observación, una pequeña parte de las 4.000 horas que realiza al año.
Es martes. Son las ocho en punto. Miguel Sánchez Portal, director de IRAM Granada, se encuentra con su equipo en las instalaciones que tienen junto al Triunfo. «Nos vamos», dice. Viajamos en coche hasta Pradollano y en telecabina hasta Borreguiles; allí nos recoge Paulino, el conductor de una pisanieves adaptada capaz de transportar a 20 personas, y nos lleva hasta el observatorio. La plantilla de IRAM está formada por 34 personas que cubren por turnos las 24 horas del día, los 365 días del año. «Hay que hacer 15.890 horas al año en turnos de 88,5 horas, lo que equivale a 18 turnos al año». Y eso, más o menos, supone pasar una semana viviendo en el telescopio y dos semanas de descanso.
Al bajar de la pisanieves y observar el blanco del telescopio sobre el blanco de Sierra Nevada, a una altura de 2.850 metros, descubres que vivir en un telescopio es como vivir con un cíclope mitológico. Un gigante de hierro que sostiene sobre sus hombros un disco gigantesco y que necesita combustible y cuidados constantes para realizar un rutina propia de chamanes: observar el universo. Junto a la antena se encuentra la base de operaciones, un edificio cúbico con tres plantas. En la primera hay un pequeño recibidor, un gimnasio y un gran almacén con víveres y recursos técnicos; en la segunda, la cocina, un amplio comedor y una formidable sala de estar; y, en la tercera, el área de control del telescopio, laboratorios, almacenamiento de datos y zona de estudio. Y repartidas entre todas las plantas, 14 habitaciones. «Esto es un hotel –dice Portal–. Un hotel donde hacemos ciencia de primer nivel».
En un día normal en IRAM, hay dos operadores del radiotelescopio (uno para la mañana y otro para la noche), dos ingenieros y varios astrónomos. «Además, claro, de una parte vital del equipo:cuatro cocineras y Peri, el manitas que arregla todo lo que se rompe. En total, unas diez personas al día».
Juan Peñalver, vicedirector de IRAM Granada, conoce mejor que nadie todos los tornillos que soportan el radiotelescopio. Recorremos con él los pasillos de la tercera planta sin dejar de mirar por las ventanas. «¿Tenemos buenas vistas, eh?», bromea. Peñalver, jefe de los ingenieros, aprovecha para presentarnos oficialmente a IRAM: «Es una antena parabólica de 30 metros de diámetro, una especie de pupila enorme. La peculiaridad es que recibimos ondas electromagnéticas que no son visibles con nuestros ojos». Efectivamente, no hay ningún agujerito por el que mirar las estrellas. Observan las estrellas a ciegas. ¿Cómo es posible? «Nuestros sentidos no son sensibles a lo que recibimos a través del radiotelescopio. Es igual que las ondas de frecuencia modulada que hay en el aire, no las podemos ver, pero gracias a un aparato conseguimos escuchar música. De la misma manera, esto –rodea con sus brazos la sala y termina señalando al telescopio– es el aparato capaz de convertir las ondas que recibimos en un tipo de imagen que podemos apreciar con nuestros sentidos, sobre todo con nuestros ojos, con una escala de colores, por ejemplo».
Con esta antena, explica Peñalver, se investiga la presencia de moléculas orgánicas en el espacio exterior. Hasta hace poco, la astrofísica se limitaba a analizar los elementos más sencillos, como el hidrógeno, el helio o el carbono. «Sin embargo, con la radioastronomía se estudian moléculas mucho más complejas, moléculas que emiten frecuencias, señales que recibimos y asignamos de forma inequívoca a un compuesto del cielo».
Juan Peñalver, vicedirector del observatorio del Pico Veleta, explica con la pasión del maestro vocacional qué es, realmente, lo que pasa cuando miramos las estrellas. «La astronomía y la radioastronomía son un viaje siempre al pasado. Incluso cuando observamos la Luna, que está a 300.000 kilómetros de distancia, su luz salió de allí hace un segundo. Pero si nos vamos a la luz del Sol, la que nos está llegando ahora mismo salió hace 8 minutos. Cuando salimos del sistema solar, la estrella más próxima se encuentra como a cinco años luz. Y, a nivel de galaxias, la más próxima, la de Andrómeda, está a dos millones de años luz. Es decir, que la luz que observamos desde aquí salió hace dos millones de años, cuando el hombre daba sus primeros balbuceos para separarse del mono y empezar a ser hombre. Claramente es un viaje al pasado. El agujero negro que captamos está en la constelación de Virgo, a 53 millones de años luz. Por tanto, la imagen que se ha visto corresponde a hace 53 millones de años. No es la imagen actual. Habría que esperar ese tiempo para cómo es ahora».
Al entrar con Peñalver en la sala de operaciones, el corazón de IRAM, uno se da cuenta de que vivir en un telescopio es como vivir en una nave espacial. Recuerda a la cabina de 'Star Trek', donde todos los miembros de la tripulación tiene un sillón asignado con una tarea muy concreta. Hay un operador, un piloto, que es el encargado de apuntar correctamente hacia lo que se quiere observar. ¿Quién decide qué observar? Los astrónomos. En IRAM hay un calendario que se cierra anualmente en el que se apuntan investigadores de todo el mundo. «Presentan proyectos y, si son aceptados, les damos unas fechas de estancia», dice Portal. Esos astrónomos se sientan al lado del operador y, también, de otro astrónomo experimentado, miembro de la plantilla de IRAM. «Así tienen todo el apoyo que necesitan».
Los datos que recaban durante la observación se almacenan en una ruidosa sala repleta de discos duros con capacidad de guardar un petabyte de información (esto es, 1.000 teras). Y esos datos, al fin, se envían al astrónomo visitante para que continúe con su investigación. Alrededor de astrónomos y operadores, salas y despechos de ingenieros que salen y entran constantemente, de una pantalla a otra.
Con el cambio de turno, Ignacio Ruiz –orgulloso vecino de Pinos Puente– es uno de los 'pilotos' que tomará los mandos del 'Enterprise' de Sierra Nevada. Bueno, cuando se despierte. «Acabamos de llegar, pero yo me voy a ir a dormir (son las 12.00 horas), que esta semana soy el operador del telescopio en el turno de noche, de siete de la tarde a siete de la mañana». Ignacio, como el resto de operadores, se sienta en el centro de la sala, tras un largo tablero repleto de pantallas, teclados, botones y palancas que controlan el telescopio. ¿Es difícil de manejar? «Requiere un tiempo para hacerse con un sistema tan grande. Tiene muchos subsistemas y, aunque haya automatismos, hay que conocerlo en profundidad».
Salvador Sánchez es uno de los ingenieros de IRAM Granada. «Me ocupo del mantenimiento y puesta a punto de los equipos que hacen falta para procesar las señales que nos llegan a través de la antena», explica. Él siguió muy de cerca toda la operación para fotografiar el agujero negro, en 2017, junto a otros siete telescopios repartidos por el mundo. «Para observar objetos tan pequeños hace falta mucha resolución. Eso se consigue con telescopios muy grandes. Como no existen, recurrimos a la técnica de la interferometría que consiste en que varias antenas se sincronizan y suman sus señales para formar una sola antena. Cuando se consiguen sincronizar y se suman las señales, conseguimos un telescopio tan grande como si tuviera el diámetro entre la separación de los distintos telescopios». Sánchez aporta algunas referencias para asimilar el tamaño real del logro:«Para sacar la imagen del agujero negro hacía falta una capacidad óptica de 20 millonésimas de segundo de arco, que equivale a lo que nos haría falta para poder ver una pelota de tenis en la Luna o para poder leer un periódico en Nueva York desde París».
Antes de visitar el interior del radiotelescopio, Rosa y Vero, las cocineras de la semana, avisan de que la comida está lista:guiso de patatas y ternera. «Después de probar la comida, entendéis que sigamos viniendo, ¿verdad?», bromea Portal. Mientras disfrutamos del delicioso menú, unas pantallas colocadas a ambos lados de la mesa muestran gráficos y datos, como si fueran avisos de despegue en un aeropuerto. «Son para los astrónomos. Así pueden comer tranquilos y controlar que el trabajo sigue su curso», dice el director.
Un pequeño pasillo subterráneo nos lleva a las entrañas de IRAM. Desde dentro, uno se da cuenta de que vivir en un radiotelescopio es como vivir en un submarino. Los estrechos pasillos, pantallas y palancas, carteles de 'no tocar', cables dispuestos en un ordenado caos, el ruido ambiental... «¿Escuchas eso?», pregunta Portal. «Eso», repite mientras señala rítmicamente con el dedo al aire. Hay un curioso sonido que se repite sin parar:'chuip, chuip, chuip'. «Sabes que estás en un telescopio si escuchas esto. Es la bomba de helio, el ruido más característico».
Cuatro plantas nos separan de los espejos más altos del radiotelescopio. En la primera arranca una escalera de caracol que se va estrechando conforme gana altura. En el centro, una gran columna que da nombre a la sala:la sala espiral. Por aquí rotan los cables de helio (para mantener la temperatura) y las líneas de corriente y de datos. «Es capaz de rotar 400 grados».En la segunda planta están las partes móviles y, en la tercera, la sala de motores. «Funcionan muy bien pero requieren mucho mantenimiento. Hay placas que ya son imposibles de conseguir y tiene unas 200 señales de seguridad distintas».
Al fin, en lo más alto, el corazón. Aquí el 'chuip, chuip' se hace aún más intenso y, curiosamente, se acrecienta la sensación de estar sumergido en el fondo del mar. «El funcionamiento del radiotelescopio no difiere mucho de cómo funciona un telescopio óptico convencional. La luz entra por la membrana –señala un círculo que, visto desde fuera, sería el centro de la antena–, el vértice, y a través de un sistema de espejos recogemos la señal con nuestro instrumento Nika 2, una virguería tecnológica que hace único a IRAM».
IRAM es el tercer radiotelescopio más importante del mundo y el primero en la categoría milimétrica. Pero, después de pasar un día allí, observando Granada desde lo alto, uno se da cuenta de que vivir en un radiotelescopio es como vivir en una casa. En un hogar. El hogar de la familia que escucha al cosmos.
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