MAMAMUKI
Relato de verano

Las diez campanadas

Juan Carlos Sújar Gallardo

Domingo, 25 de agosto 2024, 01:13

Aún no habían dado las diez de la mañana, en mitad del recreo. Eloy, extrañamente inmóvil, tenía la mirada fija en el reloj de la Iglesia, no parpadeaba. A su lado, Juani copiaba la actitud de su hermano mayor. Lo sorprendente es que estaban espalda ... con espalda, sin tocarse, como una par de figuras de una caja de música a la espera del sonido para iniciar su giro.

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Su vestimenta era la de unos chiquillos de su edad, diez años él, siete su hermana. Los cabellos no se movían, como si una pared invisible impidiera que el aíre les rozase.

D. Antonio, el maestro de guardia, observaba a los que estaban dándole patadas al balón, sin haberse apercibido de las estatuas en las que parecían haberse convertido los hermanos Sallarda.

Al sonar la primera campanada, D. Antonio se giró hacia los hermanos y cayó en la cuenta de que, la última vez que los había observado, su postura era exactamente la misma, la inmovilidad le parecía ahora extrañamente familiar.

En la segunda campanada, contempló cómo las ropas que vestía Eloy Sallarda cambiaban a las que él mismo llevaba con esa edad, pantalones de pana marrón y camisa de franela a juego, con las típicas rodilleras y coderas de 'escay'. Juani llevaba un vestido corto celeste, justo hasta las rodillas, adornado con estampado de margaritas que cambiaba de color a cada milisegundo. D. Antonio era capaz de apreciar aquel cambio, desgranando el tiempo.

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Siguiente campanada. Eloy parecía haber menguado en altura, en contraposición a Juani, que se apreciaba más alta y esbelta, comenzando a insinuarse sus próximas formas de mujer.

Cuando la campana del reloj de la iglesia tañe su cuarta campanada, Eloy vuelve a parecer aún más niño, mientras que su hermana se transforma en una adolescente jovial y esbelta. Aprecia que las margaritas del vestido ahora están como una corona sobre la cabeza de Juani, con el mismo ritmo de cambio en su color. Es evidente la diferencia de edad entre ambos, más inversamente acentuada que antes de la primera campanada.

Tañe la quinta campanada. El aire sigue inmóvil alrededor de los hermanos, que siguen el avance y retroceso cada cual a su tiempo. D. Antonio percibe que el ambiente ha cambiado, que ya no es por la mañana, sino por la tarde, con ese sol mortecino que solo alumbra. Es como si hubiese pasado de las diez de la mañana del mes de mayo a las cinco de la tarde de un mes de octubre.

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Ahora es capaz de oír incluso cómo rasga el aire el badajo en su recorrido para golpear por sexta vez la campana. La quietud se extiende desde los hermanos hasta el sitio que ocupa él. Juani ha mutado su vestido en pantalones vaqueros y blusa blanca abotonada que realza su feminidad. La corona de margaritas se ha transformado en una sutil diadema de brillantes, que tintinean con suave cadencia, parece música en su baile. D. Antonio percibe un suave olor a jazmín y azahar, que se mezcla con el olor a hierba recién cortada. Le hace recodar su propia infancia. Era un mes de abril. Lo pasó en la casa que tenían su abuelos en el mismo Talará, en el valle de Lecrín. Convaleciente de una fuerte pulmonía por la que, según le relataron después, estuvo a punto de perder la vida. Se sorprendió a sí mismo, ya que ese recuerdo lo había tenido olvidado durante demasiado tiempo.

En esos pensamientos andaba cuando le sorprendió la séptima campanada. Volvió a fijar su vista en los hermanos. Ella tenía una brillante melena negra que descendía por su espalda hasta la misma cintura. Disputaba la atención, en vivacidad, con sus grandes ojos negros. Se podía atisbar su figura de mujer joven, tras un jersey de punto azul cielo, que combinaba perfectamente con sus vaqueros. Eloy vestía, más pequeño aún, un peto tejano de color verde, con unos zapatos de charol y calcetines cortos blancos. Esta imagen le hizo rememorar lo que le sucedió con su padre en el hospital, después de su ingreso por aquella pulmonía. Cuestión de otro relato.

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Tan, tan, tan…, ocho veces. Juani ya no parecía Juani. Su cara le era muy familiar, de mujer adulta, ya no era la de aquella chiquilla de siete años que recordaba de la primera campanada. Eloy seguía inmóvil como su hermana, pero ahora estaba apoyado también en sus manos, como correspondía al bebé que representaba.

Se le hacía eterno esperar a la novena campanada. No comenzaba el sonido esperado. Parecía que el tiempo jugaba de nuevo con su paciencia, como cuando esperaba los resultados de su oposición para Maestro. Fueron los días más largos de su vida. Ahí entendió 'su' teoría de la relatividad. Llegó. El cielo se tornó anaranjado, pero no como un atardecer, sino más bien como un amanecer pintado de tono pálido. No lo hizo en todo el cielo, solo donde estaban los hermanos y él. Ella, antaño Juani, parecía mucho más mayor, vestida de riguroso negro. Negro pelo esparcido sobre sus hombros. Canas rebeldes pintarrajeaban hasta esa entallada cintura que realzaba su figura aún más estilizada, sobre el lienzo negro del vestido. Eloy en posición fetal, con rasgos propios de recién nacido, desnudo completamente, su rostro ya era poco reconocible, el de un bebé más.

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Un frío intenso anunció que comenzaban las décimas campanadas, como si hubiesen sido en orden inverso: 10, 9, 8…, inexplicable pero cierto. Se vio dentro del espacio que había estado observando. Situado junto a la anciana completamente encogida, en sus últimos estertores y, a la vez, dando a luz. El recién nacido gritaba desconsolado, aunque, sin aire en ese espacio, morían sus gritos en sus mismos labios. Él conectando a ellos. Al final, cuando miró hacia donde él mismo debía estar, vio su cuerpo yacente rodeado por los maestros y los niños. Ellos alterados, él tranquilo. Caminó hacia la luz en el último tañido, el uno de esa décima campanada…

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