Carlos Gil Andreu (Almoradí, 1988) reside en Granada desde hace nueve años. «Es la ciudad en la que siempre quise vivir», asegura. Aquí ha desarrollado su carrera profesional como fotoperiodista y aquí está su base de operaciones. Acaba de pasar cuarenta días a bordo del ... Open Arms fotografiando el drama de los seres humanos que se juegan la vida en el Mediterráneo buscando el 'dorado' de Europa
–¿Cómo llegó hasta Open Arms?
–Contactaron con prisa conmigo porque el fotógrafo que iba a ir en la 'misión 82' tuvo un problema de salud antes de partir. Este chico pensó en mí, sabía que llevaba un montón de tiempo detrás y no lo dudé ni un segundo. Me llamaron a las diez de la mañana y a las doce de la noche ya estaba en Barcelona con la PCR hecha y preparado para zarpar.
–¿Cómo resumiría su experiencia en dieciocho palabras, que es lo que mide un titular?
–Lo que me llevo es un mayor compromiso hacia este tipo de temas que requieren acción humanitaria y urgente.
–Veinte palabras, casi lo clava. Un tema complejo...
–Así es. Esta experiencia supone para mí una mayor implicación tanto en lo referente al drama en el Mediterráneo como a la gente que se desplaza por otras rutas huyendo de la guerra o la pobreza. Estos cuarenta días han despertado aún más mi conciencia hacia los que lo pasan peor. Al margen de la experiencia física y psicológica, también es toda una experiencia fotográfica desde el punto de vista técnico y social.
–Al hilo de lo que comenta ¿qué supone desde el punto de vista físico y psicológico subirse a un barco cuarenta días a rescatar seres humanos para un fotógrafo de 'secano' como usted?
–Lo primero es que convives en un espacio muy pequeño. Toda la gente del Open Arms es amable y abierta, pero también es gente de mar. Tienen costumbre de estar cuarenta días embarcados. A nivel físico el barco supone un desgaste brutal por el movimiento, el mareo, el ruido constante, las tormentas... Y a nivel psicológico, todo lo que conlleva convivir en un espacio de cuarenta metros cuadrados con otras veinte personas. Hay que tener paciencia para todo.
–¿Cuál es ese momento que nunca olvidará?
–Hubo una noche que no podíamos rescatar a más gente por aforo y tras encontrar un barco de madera con ciento y pico personas, el jefe de la misión decidió hacer una escolta porque no podíamos dejarlos a la deriva. Les repartimos chalecos salvavidas y fuimos junto a ellos hasta Lampedusa (Italia) con una Luna llena brutal. A Italia no le sentó bien, pero en el mar no se abandona a nadie esté en el estado que esté.
–¿Lo más negativo?
–La sensación en el cuerpo de cuando llegas a una barca vacía y rápidamente intuyes que ahí ha pasado algo. Lo que suele suceder es que ha llegado la guardia libia y ha hecho una devolución en caliente.
–¿Cómo era su día al día en el barco?
–En lo referente al rescate, es duro. Me levantaba a las cinco de la mañana, a las seis ya estaba en el puente ayudando a la búsqueda con prismáticos y cumpliendo mi horario, que era hasta las nueve. A partir de ahí, si no había rescatados a bordo, mi día a día era colaborar. Tenía mi turno de limpieza, cocina, mis ratos de asueto... yo he procurado estar junto a los marineros y trabajar en el mantenimiento.
–¿En qué zona operaban?
–En lo que se denomina 'zona de rescate'. Nosotros hemos trabajado en la de Malta y en la de Libia porque Italia sí responde cuando hay un barco en emergencia. Marta y Libia devuelven a Libia, que no es un puerto seguro. Cuando sucede, vuelven a vender a esta gente, los explotan sexualmente, los torturan, los extorsionan... Nuestra tarea era evitar esas devoluciones y que los gobiernos hagan su trabajo de recoger a los náufragos.
–¿Cómo era la relación con los náufragos? Supongo que nada sencilla tras vivir la experiencia traumática de verse a la deriva.
–Pues mejor de lo que esperaba. Tras una situación tan compleja para ellos, lo primero era hablar y preguntarles cómo estaban. A mí me veían desde el primer momento porque iba en la barca de rescate. A partir de ahí, me pedían fotos y que se las enseñara. Generaba confianza y hablaba con ellos para que me contaran sus historias. Al final entablas amistad porque pasas con ellos seis o siete días juntos.
Problemas para tocar puerto
–¿Tocaban puerto a diario o las travesías se prolongaban varios días?
–Ése es uno de los problemas actuales en los barcos de rescate del Mediterráneo. Antes de Salvini se permitía que cuando se hacía un rescate, los llevaras a puerto en menos de veinticuatro horas. Hemos de tener en cuenta que los barcos no están preparados para tener huéspedes. El de Open Arms es un remolcador de 1975. Ahora no es así porque Malta e Italia no te dan autorización. Hay que llamar a España, España habla con Italia, y en todo este proceso han pasado seis o siete días. Hasta que no estuviera el aforo completo, seguíamos en la zona de rescate para evitar devoluciones o que se hundieran las barcas. Un día normal en las zonas de rescate teníamos siete y ocho avisos simultáneos.
–¿Alguna pérdida?
–Por suerte no. Sí un par de sustos a bordo por llevar tantos días en unas condiciones difíciles. Uno de los sustos fue con una niña a la que le dio un ataque epiléptico. Perdió la consciencia y el equipo médico tuvo que reanimarla.
–¿Qué profesionales van a bordo del Open Arms?
–Hay nueve personas en tripulación entre marineros, oficiales y capitán. El resto son voluntarios: socorristas, cocinero, el equipo médico y mediadores.
–¿Cómo mediatiza la covid la relación con los rescatados?
–En el barco subes con una PCR recién hecha. Hay protocolos. El que se pone en marcha cuando hay gente rescatada es horrible porque cada vez que salías a cubierta tenías que ponerte mono de trabajo, mascarilla, pantalla protectora, guantes... Además, cada vez que volvías con la barca de rescate, había que desinfectarse. En el barco hay cámaras y si te veían sin alguna medida de protección, desde el puente de mando rápidamente te pegaban el toque.
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