La mañana del sábado en que la poeta, profesora y gestora cultural Elsa López (Guinea Ecuatorial, 1943) volvió a encontrarse con sus recuerdos en Granadaamaneció fresca. López, Premio Ciudad de Melilla de Poesía en 1987, Premio Nacional José Hierro en 2002 y Premio Canarias de ... Poesía en 2022, se acercó con paso firme pero emocionado a la entrada del Carmen de la Fundación Rodríguez-Acosta. En su interior, se esconden parte de los recuerdos de su juventud, relacionados con la casa que habitó en Madrid su tío abuelo Manuel Gómez-Moreno Martínez (Granada, 21 de febrero de 1870 – Madrid, 7 de junio de 1970), el insigne arqueólogo, historiador del arte e historiador español, cuya familia donó, apenas dos años después de su muerte, su impresionante colección de arte, documentos y fotografías. También muebles y enseres familiares de su morada madrileña. Una colección que se custodia en el interior del 'carmen blanco', en el Instituto que lleva el nombre de este sabio granadino excepcional.
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«Yo tenía miedo. No sabía con lo que iba a tropezarme al llegar», comenta Elsa López. «Solo sabía que no deseaba encontrarme con algo que no fuera lo que yo recordaba, tal cual lo recordaba. Pero pensé que debía recuperar una parte de mi infancia, entrar de nuevo en la casa y quedarme en ella hasta llegar a la adolescencia y recobrar algunos pasajes de la madurez».
Un primer paseo por el Instituto le provocó a la poeta sensaciones contradictorias. «Al entrar en él, lo veía como de lejos, como si no fuera conmigo. Hasta que me encontré con algunos cuadros que tenía grabados en mi cabeza, algunas fotos, el despacho, y aquel Cristo inmenso que había en la pared al entrar en la casa y al que nunca tuve miedo…», afirma. Es evidente que el contacto con lo material provoca un cierto desasosiego y nostalgia de quien tocó aquel piano, de quien se sentó a aquella mesa. «Soy consciente de que esto es un museo, y de que el tiempo ha pasado. Ese es el guion. No hay otro, porque cada paso en estos espacios supone recordar un día concreto, unos juegos, una azotea, las meriendas con miel y mantequilla, el sofá a su lado y él dándome consejos antes de mi boda, los bombones siempre escondidos en los bolsillos, las miradas cómplices de 'yo sé que tú lo sabes', etcétera».
López recuerda con especial cariño el último regalo que recibió de su tío: el de su boda. «Elige lo que quieras de esta casa, me dijo. Y yo miré alrededor y no me atreví a decirlo. Me regaló unas figuras del Buen Retiro y yo las cogí, aunque no era eso lo que yo quería, porque la verdad es que en ese momento me daba todo igual. Yo lo que no quería era despojar las paredes de mi infancia», dice con nostalgia.
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Pero antes de Madrid, estuvo la capital nazarí. «Venía de Canarias y era una niña pequeña camino de Granada para hacer la Primera Comunión en el Carmen de San José, dónde había vivido mi abuela Sacramento, hija de Manuel Gómez-Moreno González, mi bisabuelo, el pintor. Aquella casa con las cosas de la abuela Sacramento, sus cuadros, sus objetos personales, algunos muebles...». Eran recuerdos grabados en la memoria con base fotográfica o del relato de sus padres. De La Palma, donde vivía su familia materna, a la Alhambra.
Cuando llegó a Granada se encontró en un ámbito diferente a aquel del que procedía. «Una familia distinta. Una casa llena de cuadros, de pinturas, de imágenes religiosas, de libros, muchos, muchos libros. Ese es el inicio natural de mi relación con esta ciudad, y la imagen de esa mujer leyendo o pintando, mi abuela Sacramento, y la imagen de mis tías contándome historias que no eran cuentos, sino historias reales». Una casa en la que, afirma, las historias eran cultura y vida».
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Manuel Gómez-Moreno Martínez se convirtió para Elsa en el abuelo que nunca tuvo, porque nunca llegó a conocerlo, fallecidos tanto él como su abuela antes de que ella naciera. «Y estaban las primas de mi padre: María Elena, Nati y Carmen, y aquella casa de Madrid de la Castellana por la que llegaba a un mundo que siempre percibí como si fuera algo mío. No era un museo, era una casa, mi casa, sencillamente, llena de muchas cosas y cada objeto, cada cuadro, cada libro, era una parte de mi propia historia». Por eso, confiesa, nunca quiso venir al Instituto Gómez-Moreno. «No quería verme muerta ni quería verlo a él fuera de esa casa de Madrid. No quería tener esa sensación de despojamiento». Ella es, quizá, el último testimonio vivo de un tiempo feliz y de un personaje excepcional.
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