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Rafael Ruiz (Granada, 1974), doctor en Filología Inglesa y licenciado en Hispánicas y Literatura, es un escritor de larga trayectoria. Aunque buena parte de su ... producción está centrada en el teatro, su proyección como novelista está avalada por premios tan importantes como el Tiflos, otorgado recientemente por la ONCE por su obra 'La piel del lagarto' (Castalia Ediciones). Vive en Granada y escribe en Gor, su pueblo. Allí, en el Altiplano, encuentra la tranquilidad, el aislamiento y sobre todo la inspiración para crear.
–En la creación artística, y un libro lo es, hay algo de autobiográfico. ¿Cuánto hay de Rafael Ruiz en Miguel Ángel Almagro, el protagonista de su novela?
–Sobre todo el carácter de artista, la perseverancia y la creencia brutal, casi caníbal, en lo que me gusta hacer. Ese arte que devora la vida y esa mezcla de disciplina e ilusión. Miguel Ángel Almagro es casi un soldado que vive por y para el arte, separado del mundo.
–Almagro es un tipo contundente con una visión del arte basada en el hiperrealismo. ¿Hasta qué punto comparte esta idea?
–Yo creo en un arte lo más puro posible. Y para mí la pureza es que cuantas más personas dominen las claves de la interpretación de la obra, mucho mejor. Para mí es más respetable el juicio de muchos que el juicio de pocos. Lo que menos me gusta del arte es el elitismo. No concibo un arte para cuatro; tiene que ser universal.
–Arte hiperrealista frente a arte conceptual. Menudo charco ha pisado ¿no? Algún palito le habrá caído...
–Sí (risas). El mayor problema que me encuentro es que automáticamente se cree que Rafael Ruiz Pleguezuelos piensa y suscribe todas las palabras de su novela. Cuando escribo un personaje, intento que tenga su propio entendimiento de la vida y la realidad, no el mío. Almagro es un descreído, que está de vuelta del mundo del arte. Exuda una especie de amargor continuo que no tiene por qué salpicarme. Hay quien me atribuye sus pensamientos, pero cuando creo un personaje, unas partes se corresponden conmigo y otras no. Lo único autobiográfico de la novela es lo más triste, el capítulo más duro relacionado con la violencia.
–A colación de cómo actúa Almagro y su antagónica Tracey ¿cuánto hay de ego en el mundo del arte?
– Hay demasiado. Hay artistas con unas cualidades tremendas, pero su propio ego les impide avanzar. El arte es como cualquier oficio, que se basa en la humildad, en ir aprendiendo día a día. Artistas que se estancan porque creen saberlo todo con veintitantos años. Los buenos pintores, los buenos escultores... que yo he conocido están siempre a la expectativa de qué libros y de qué personas pueden aprender. El ego genera pantallas alrededor del artista que impiden la creación.
–¿Y en el mundo de la literatura? Usted no es precisamente un neófito y seguro que puede hablar con conocimiento de causa...
–El ego es un motor del arte, si uno lo sabe domar. El artista piensa que puede decir algo al mundo y ahí ya hay una valoración personal positiva. Estimas tus cualidades y capacidades. Al igual que en pintura, el problema es cuando el ego crece tanto que te incapacita para progresar. Hay escritores que creen que en la primera novela han aprendido todos los resortes y a partir de ahí empiezan a clonarla. Las novelas no están en uno mismo, sino en la calle, en la gente con la que hablas, en las historias que te llegan...
–Su novela está ambientada entre Gor y Londres, dos mundos radicalmente opuestos. ¿Qué le inspiran ambas localidades?
–Son dos mundos opuestos y eso es lo bello. Gor parece casi desértico, el vacío total, una densidad de población baja que permite un retiro espiritual, mental y social que hace tan bien al arte. Y además en un paisaje que, por la dureza de la tierra, también imprime carácter. Lo que me atrae de Gor es el aislamiento productivo, no el contemplativo. Y Londres es justo lo contrario, un lugar propicio para expandir la creación.
–¿Hay algún punto donde convergen ambos mundos?
–Solo convergen en la novela en la mente de Miguel Ángel. Está tan enamorado de su procedencia que nunca renegará de ella. Como tampoco reniega de su origen de huérfano, ni de su infancia, ni de su cuna humilde en Granada. Y Londres le ha dado todo en la pintura. Donde se hizo artista y donde se forjó tal como es.
–Deme una poderosa razón para comprar su libro...
–Se lee con mucha facilidad. Hablo sobre pintura, relaciones humanas... es una lectura amable y dinámica. Hay un poquito de humor, de disquisiciones filosóficas sobre la pintura contemporánea y una historia de amor y odio con mucha fuerza. La biografía de una persona que ha pasado por muchas cosas en la vida.
–Menudo espaldarazo el Tiflos de novela. ¿Qué ha supuesto para usted ganar un premio así?
–El Tiflos me ha dado una visibilidad que no tenía. Había trabajado mucho, sobre todo en teatro, pero la difusión es más limitada. La novela es más universal. He aumentado el número de lectores de una manera brutal y he podido llegar a gente a la que no había llegado hasta ahora.
–¿Está trabajando en nuevos proyectos?
–He terminado una obra de teatro que se llama 'Cebra'. Y estoy trabajando en una tercera novela que por ahora se llama 'Monóxido' y que cuenta la historia de un músico que está girando por toda España.
–¿Qué lectura recomienda para este verano?
–Me está encantando 'El final' de Attila Bartis. Es la historia de Attila con su padre, un disidente de la Hungría comunista. Es muy triste, pero es de una delicadeza y una fuerza increíble.
–¿Un lugar para perderse estas vacaciones? Acepto Gor como animal de compañía...
– Por supuesto, el Altiplano (risas). Es el gran desconocido. Cuando la gente visita Gor siempre dice 'yo no sabía que esto era tan bonito'. Es como estas personas secas que no sabes si pueden ser tu amigo, pero si les das paciencia, te enganchan muchísimo.
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