La imaginería barroca policromada, el portento sacro que floreció en la España de los siglo XVI y XVII, se ha tenido por un arte menor. Ahora el Museo del Prado la eleva a la categoría de arte mayor y la reivindica con la muestra 'Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro', que analiza el éxito de las tallas barrocas y su complementariedad con la pintura religiosa. Reúne hasta el 2 de marzo un centenar de piezas, confrontado la tallas de los grandes maestros del género con la pintura de la epoca en un formidable e iluminador juegos de espejos.
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«Es una de las propuestas más singulares y fascinantes de los últimos años en el museo», asegura su director, Miguel Falomir. Con ella el Prado quiere «revertir ausencias y acabar con prejuicios y exclusiones, como hizo antes con el arte hecho por mujeres y con el procedente de otras geografías y otros materiales». «Solo el mármol y el bronce eran los nobles materiales del gran arte, y la madera policromada se consideraba inferior», explica Falomir. Pero hoy sabemos que en la antigüedad, tanto en Grecia como en Roma, todas las esculturas se coloreaban.
La exposición supone así una vuelta a los orígenes, conectando el arte barroco con el antiguo. «Señala el carácter doblemente clásico de la policromía», destaca Falomir. «Un romano o un griego se sentiría al verla menos extraño ante la talla del 'San José' de Alonso Cano que ante el 'David' de Miguel Ángel», aventura.
«Los españoles no hemos inventado nada; estas esculturas tienen un aroma del mundo clásico del que son herederas», ratifica Manuel Arias Martínez, jefe del departamento de escultura del Prado y comisario de la muestra. Ha reunido 98 piezas de temática sacra, muchas de sobrecogedora veracidad, con sus sanguinolentas laceraciones, extasiadas lágrimas y expresiones de dolor ante el martirio. De ellas, 41 son esculturas, 35 pinturas y 21 estampas y grabados. Una veintena –12 esculturas y 9 pinturas– se han restauradas para la ocasión.
Muchas figuras se realizaron en la muy noble madera de nogal, que debía talarse «en buena luna», en el menguante de enero, cuando la sabía estaba más baja para ser luego curada. La fragilidad de la madera dificulta la conservación de las tallas de grandes maestros como Gaspar Becerra, Alonso Berruguete, Gregorio Fernández, Damián Forment, Juan de Juni, Francisco Salzillo, Juan Martínez Montañés o Luisa Roldán, 'La Roldana'. Se exhiben junto a pinturas y grabados que bien las emulan y complementan o reproducen los mismo personajes, que en ocasiones parecen escaparse del lienzo.
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El benedictino Gregorio Argaiz advertía ya en 1677 que «cada figura, por perfecta que sea en la escultura, es un cadáver; quien le da vida, y alma, y espíritu es el pincel que representa los afectos del alma. La escultura forma al hombre tangible y palpable, más la pintura le da la vida». Para el genial tallista Francisco Salzillo estaba claro que «el color no es un adorno, es la piel de la escultura».
«Somos el número uno del mundo en escultura policromada», se enorgullece sin complejos el comisario, cuyo recorrido parte de una Venus romana en mármol del siglo I con restos de su policromía original, y dos frescos rescatados de Pompeya que reproducen a Diana y Apolo cedidos por el Museo de Nápoles y que confirman la importancia del color en la escultura de la antigüedad.
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Se cierra la muestras con un conmovedor 'Cristo yacente' de Gregorio Fernández –tallado entre 1612 y 1916, de un verismo conmovedor, con las uñas y dientes de marfil y los cadavéricos ojos de vidrio– y con un 'Cristo del perdón' tallado por Manuel Pereira y policromado por Francisco Camilo hacia 1650. Ante esta pieza el teórico del arte Antonio Palomino (1650-1726) afirmó «que así la pintura como la escultura, dándose las manos, componen un prodigioso espectáculo».
«La muestra es una historia de encuentros y evidencia como volumen y el color se pusieron al servicio de la persuasión religiosa en la edad moderna a través de un conjunto excepcional de obras maestras», resume el comisario insistiendo en la íntima conexión entre pintura y escultura en los siglos XVII y XVII.
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En esta reválida del género se muestran por primera vez en público cinco importantes obras adquiridas hace poco por el Prado: 'Buen ladrón' y 'Mal ladrón', de Alonso de Berruguete. 'San Juan Bautista', de Juan de Mesa', y 'José de Arimatea' y 'Nicodemo', pertenecientes a un 'Descendimiento' castellano bajomedieval.
Destacan otras piezas como una monumental escultura de Ceres, del siglo I y 800 kilos de peso que sale por primera vez del Museo de los Uffizi, con la piel de mármol de Paros y la túnica oscura de basanita; una espectacular 'Virgen de la Soledad', que cede el Real Sitio de San Ildefonso, el conjunto del paso procesional 'Sed tengo', de Gregorio Fernández, o una terracota de 'La Roldana'. Hay pinturas de Rubens, Murillo, Ribera, Alonso Cano, Sánchez Cotán, Goya, Vicente Carducho o Luca Giordano.
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