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José Antonio Muñoz
Granada
Domingo, 8 de marzo 2020, 03:10
El teatro es una de las industrias culturales más importantes de nuestro país, y dentro de nuestro país, Granada es una de las provincias con ... más compañías de calidad en términos relativos. Somos una potencia en teatro para la infancia y la juventud, y algunas de las compañías radicadas en la provincia atesoran premios nacionales e incluso internacionales. Desde luego, profesionales no faltan. Espacios, tampoco. Al margen de los dos grandes teatros de la capital (el Isabel la Católica, gestionado por el Ayuntamiento, y el Alhambra, por la Junta), hay varias salas más en Granada y su provincia, algunas sin programación, construidas en la época de vacas gordas inmobiliarias, y que ahora andan faltas de una propuesta continuada y coherente. Pero Granada también precisa de público para seguir manteniendo su pujanza teatral.
Y ese público lo está buscando en caladeros de limitado o nulo poder adquisitivo. Las salas de microteatro (donde se paga en muchas ocasiones la voluntad), están sirviendo a determinados grupos de jóvenes para tener su primer contacto con las artes escénicas, viendo montajes 'digeribles' de no más de media hora. Y si se quiere algo un poco más ambicioso, tanto el Alhambra como el propio Isabel la Católica ofrecen funciones de teatro con nombres de primera fila a precios de en torno a 12 o 13 euros usando los abonos o yéndose al 'gallinero'.
El otro gran caladero de futuros públicos no tiene poder adquisitivo alguno, porque todo se lo pagan sus padres. Son los niños y jóvenes menores de edad, que en materia teatral se acogen a los programas que normalmente se organizan en sus centros, y que encuentran en el Festival de Teatro para la Infancia y la Familia (TIF), la oportunidad de asistir a funciones de algunas de las compañías más punteras dentro del panorama nacional. Un Festival que hasta el próximo 23 de marzo ofrece casi una veintena de funciones en espacios como el Isabel la Católica, el Centro Lorca, el Teatro Francisco Alonso o el Teatro del Zaidín. Precisamente, en esta última sala tuvo lugar la función inaugural, a cargo de la compañía sevillana Escenoteca, titulada 'El desván de los Hermanos Grimm'. A dicha función asistieron varios centenares de niños procedentes de los colegios Abencerrajes, Sancho Panza, Virgen del Mar, de La Rábita, y del CEIP García Lorca, además de un grupo de personas de capacidades diversas.
Lo primero que observa quien se acerca a una función de estas características es el comportamiento del patio de butacas, porque la profesionalidad a la compañía se le supone. Son niños, claro. Inquietos. Pero también, desde el primer momento, cómplices absolutos de todo lo que ocurre encima del escenario. Si llueve, ellos hacen las gotas chasqueando con la boca. Si la actriz Pepa Muriel se transforma de niña en bruja, ellos no hacen cuenta de que es la misma persona, y disfrutan con el cambio de registro. Y descubren, porque el teatro también es eso, que en el mundo hay gente con malas intenciones: una bruja interesada en robarles sus ahorros, alguien que se zampa a otro ser humano por el mero placer de hacerlo… Un modo suave de abrirles los ojos ante lo que les espera. Y de concienciarles ante la necesidad de tomar decisiones, por duras que estas sean.
El teatro, a esta edad en que los prejuicios son nulos y el miedo al ridículo es un concepto inexistente, se convierte en un juego. El lenguaje cercano, que mezcla palabras de los clásicos cuentos de Grimm con las que los espectadores manejan, hace mucho más llevadero el montaje. Y si se piden voluntarios, nunca faltan manos. Quizá las piernas de los espectadores estén muy lejos del suelo, pero sus voces llegan hasta el cielo. Cada ruptura de la cuarta pared es una fiesta y un jolgorio. Y todos se implican: el profesor se transforma en rey, la profesora en reina, y por una vez, es el niño quien tiene la espada para coronarles, con todo el boato preciso. Es la historia de la reina Manolita, soberana de un Portugal improbable, y el imprudente duende Rupeltiskin, que deja escapar el triunfo por ser un bocazas. Un triunfo que hubiera supuesto la entrega de dos niños para sufrir Dios sabe qué tropelías. Eso sí: Rupeltiskin es difícil de pronunciar, y se oye de todo: Helsinki, Eltinguin… De todos es conocido que los niños tienen ciertas dificultades para guardar secretos, así que 'El enano saltarín' lo tiene muy crudo.
Y del enano, a las manzanas. Blancanieves sirve para introducir a otros personajes relacionados con la fruta: Newton, Guillermo Tell, Adán y Eva. Alguien sugiere a Robin Hood, mezclando flechas y árboles. El poder de seducción de la canción de los enanos pone al público en situación rápidamente. Y la trama se desarrolla, con mensaje feminista incluido en pro de compartir las tareas domésticas. Se mezcla el cuento centroeuropeo y 'La Virgen de la Cueva'. Carreras de camellos a ritmo de danza del vientre, bailes exóticos... Todo cabe en un vehículo diseñado para la diversión.
Uno de los momentos más divertidos se vive cuando la actriz pregunta a los niños sus cuentos favoritos: «Caperucita», dice una. «La bella durmiente», dice otro. Un tercero algo mayor rompe la baraja: «The walking dead». Y un cuarto la hace saltar por los aires: «Los Simm». Las historias, por desgracia, cada vez están más lejos de los libros y las tablas, alojadas en las tabletas y la tele.
Al final, se vuelve al mundo adulto, al de los recuerdos infantiles de la protagonista. A las botas de agua en el cuento de la vida, al olor a chimenea y el frío en las piernas de la niñez. A Manolito 'el lobo', el tío pescador que acabó jugando a las cartas en el fondo del mar, y las radios de transistores. A los refranes y a los cuentos de siempre, a esa tradición que los nuevos héroes de Instagram están haciendo olvidar. Y a los poemas de Celia Viñas sobre el cuento de Caperucita. Y a los siete cabritillos. Y a la emoción al final. Porque todos hemos sido niños.
En el patio de butacas, al terminar la función –algo más de una hora, pero se les ha hecho corta, dicen–, los niños no salen en desbandada. Quedan al albur de sus profesores, esperando pacientemente para ir dsalojando. Casi tan desprevenida como pilló el lobo a Caperucita en su paseo por el bosque pillamos a Famara, de siete años, que estudia segundo de Primaria en el Colegio Abencerrajes. No es la primera vez que acude al teatro, ni tampoco al Isidro Olgoso, nombre que porta el escenario situado en el Centro Cívico del Zaidín. Duda antes de decir lo que más le ha gustado de la obra:«Quizá el cuento de Caperucita Roja, porque lo había escuchado muchas veces, pero esta versión me ha parecido nueva». Es sorprendente lo completo de su discurso. «Muchas veces, los cuentos te gustan más o menos dependiendo de cómo te los cuenten», dice. Junto a ella está su compañero de clase Marcos, que también es ya un veterano espectador. «No recuerdo cuántas veces he venido, pero varias», afirma. «Pero esta me ha gustado por la forma que ha tenido de contar las historias». Coincide con su compañera Famara en que el cuento de Caperucita ha sido lo mejor. «Me atrae el personaje del Lobo», dice. «Volveré al teatro todas las veces que pueda», remata. Así es como se crean públicos.
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