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Isabel G. Fiestas
Martes, 13 de agosto 2024, 23:32
Cuando el director de 'marketing' de mi empresa me propuso asistir durante una semana a un curso en Lisboa, reaccioné como si un huracán me empujara con fuerza hacia un abismo conocido. El color de mi rostro desapareció, llevándose en su huida los restos del ... maquillaje aplicado a primera hora de la mañana. Mis piernas temblaron y mi corazón saltaba como un caballo desbocado. No podía creer que mi jefe, o el destino, o el azar, me llevaran de nuevo a la ciudad que podía desestabilizarme con solo pisarla; a la ciudad que podía trasladarme, como una máquina del tiempo, a cuatro años atrás; a la ciudad que podía hacerme llorar, sentir y añorar.
Disimulé cuanto pude. Contesté que era sólo cansancio, a su pregunta de si me encontraba bien, y le pedí un par de días para organizar el cuidado de mi hijo. En el fondo, supe desde el principio que tenía que aceptar. Ese curso había sido calificado de imprescindible para mi siguiente ascenso, y yo estaba decidida a conseguirlo.
El acomodo de mi hijo no supuso ningún problema. Como siempre, mi hermana estuvo a la altura, a pesar de estar siempre agotada con sus tres fierecillas. Me dijo que entre tres y cuatro no hay tanta diferencia. ¡Pobre! Sí se sorprendió del destino de mi viaje y me preguntó si creía que era una buena idea volver a Lisboa. No había pasado tanto tiempo. Me hubiera gustado tener una respuesta, no sólo para ella, sino para mí misma. Pero no podía prever cómo me sentiría cuando mis pies pisaran los adoquines de la ciudad, tan cotidianos en otro tiempo, sin la compañía de los pies de Joao.
Tenía una semana para hacerme a la idea, tranquilizarme y buscar estrategias de supervivencia en la ciudad. El curso se impartiría en horario de mañana y no quería pasar las tardes encerrada en el hotel, en un lugar que tanto admiraba y amaba, a pesar de todo. Por otra parte, incluso podría ser terapéutico enfrentarme a mis recuerdos. Las historias, vistas en la distancia, cuando ha llovido y venteado, te pueden ofrecer una perspectiva distinta que ayuda a comprender y aceptar lo sucedido. Esta reflexión me ayudó bastante, incluso me hizo ilusión volver a sentir el olor intenso del Atlántico y por pasear las calles y plazas de la ciudad con la que compartí tres años y el amor de mi vida.
Cuando aterricé en el aeropuerto Humberto Delgado, el día estaba gris y triste. Nubes densas y oscuras cubrían el cielo y presagiaban un buen aguacero, si no una incómoda tormenta. El lugar en sí, no me removió en absoluto, salvo por la anticipación a lo que encontraría después. Joao y yo, hicimos siempre los viajes a Madrid en coche. Nos resultaba más cómodo, sobre todo después de nacer David, por la parafernalia que acompañaba a cada una de las visitas a la familia.
Me dirigí en taxi al Hotel Eurostars das Letras, en la Avenida da Liberdade. La empresa me había reservado una habitación. Después de instalarme eran las siete de la tarde, y pensé quedarme leyendo y luego tomar algo en la cafetería. Finalmente, pudieron más las ganas de caminar hasta la Praça do Rossio, a pesar de la amenaza de lluvia. Allí estaba don Pedro IV, cubierta su cabeza y sus hombros de curiosas palomas, como si esperaran mi llegada para brindarme una hermosa bienvenida. Como si me dijeran «nos alegramos de verte de nuevo por aquí». Continué hasta la Praça do Comercio y me asomé a ver de lejos el Ponte 25 abril. Allí seguía, imponente y prepotente, sobre el estuario del río Tajo, desafiando al espacio, el tiempo y la gravedad. Comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia y regresé al hotel.
Al día siguiente, al finalizar la clase, los organizadores del curso propusieron una visita guiada al Castelo de San Jorge a media tarde. Accedí, aunque hubiera preferido ir sola, y aproveché para escabullirme a la salida y dar un paseo por el 'bairro Alfama'. No me atreví a entrar a una taberna a tomar un vino de Oporto y oír unos fados. Lo intentaría más tarde. Poco a poco.
Cuando, después de la clase del día siguiente, propusieron la visita al Museu Nacional do Carro, supe que todos los días ofertarían algo. No era la idea que me había hecho de mi vuelta a la ciudad. Decidí que el reencuentro con los lugares y sentimientos quería hacerlo sola. Descansé un rato en el hotel, tras el almuerzo, y dirigí mis pasos hacia el elevador de Santa Justa para subir al 'bairro do Chiado'. Mi barrio. Donde había vivido con Joao. Donde nos habíamos amado. Donde había nacido mi hijo David.
Allí estaba Fernando Pessoa, sentado a la puerta del 'Café a Brasileira', como si me esperara para tomar un café juntos. Mi corazón se agitó y mi vista se nubló por unos segundos. Entré al café y pedí una botella de agua. Más recuperada, seguí caminando por la 'Rua do Carmo', hasta llegar al número 7. Las persianas estaban subidas hasta la mitad, y no había plantas en el balcón. No observé más variaciones externas. Dos lágrimas impúdicas vinieron a deshacer el tremendo nudo que alguien o algo había puesto en mi garganta. Volví a la cafetería y esta vez sí me senté. Pedí un café, lo degusté y rememoré la cara que ponía Joao cuando me veía tomarlo solo y sin azúcar. Sonreí a Fernando, y a Joao y a mí misma. Respiré, y mis pulmones se inundaron de amor y felicidad. Sentí que la muerte solo se había llevado el cuerpo de Joao. Todo lo demás seguía intacto: el amor, el recuerdo de todo lo vivido juntos, y David, nuestro hijo.
Tomé un tranvía hasta Alfama y entré en una taberna. Pedí una copa de Oporto y oí fados hasta embriagarme. De fados, no de Oporto.
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