Andrés Molinari
Domingo, 12 de julio 2020, 11:45
La raya de Portugal sigue siendo paradigma de lo que nunca debía existir. Una balsa de piedra, que dijo Saramago, un paisaje y un paisanaje tan igual a uno y otro lado de la frontera la vuelven tan inicua como artificiosa. Por eso siempre admiraremos a artistas hispanos que buscan en Portugal su estro y su inspiración, desde nuestro llorado Carlos Cano hasta el artista que anoche llenó el teatro del Generalife y colmó las ansias de un Festival de repente.
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El que fuera director del Ballet Nacional, hasta el año pasado, encontró en la palabra portuguesa 'Alento' el sentido preciso para aquella coreografía suya de 2015 y que anoche nos ofreció renovada y ampliada. 'Alento', en portugués, es aliento, es respiración y es ánimo, es el pulmón que se llena para vivir, y es el ansia que colma el cuerpo para bailar. Son las ganas de no tener que depender de mascarillas, sobre todo de las metafóricas, para que el aire circule libre por sus rutas naturales y el arte llegue a hinchar los pulmones del alma para crear poses y bailar las mejores músicas. De Portugal el nombre y de España la sal.
Porque Najarro huronea como nadie en la danza española para extraerle su quintaesencia, para llevarla más allá del tópico y encontrar nuevas posturas, añoranzas de castañuelas, pasos que coquetean con la danza contemporánea sin naufragar en el pastiche ni venderse a la conveniencia económica.
Es discutible que se nos hurten dos números de danza para el lucimiento de los cinco músicos en su peculiar destreza de gotear la imitación del mejor Piazzola o de hojear las variantes del jazz, pero así se nos abrió el jardín de la danza este año. Los diez números de 'Alento' son el primer abanico en la noche de estío. No hablo de una compañía robusta ni de un depurado trabajo de puntas y tutú, pero los catorce bailarines llenan el linóleo y, a veces, convencen con su brío y su entrega, con su juventud y su aliento.
Primera noche de danza en el Generalife, que permaneció cerrado, mudo y ciego desde aquellos días aciagos del mes nombrado como el dios de la guerra. Mientras los cipreses crecían ajenos al matador de púas romas. Pero llegó el verano y con él la irrenunciable cita de Granada con la danza. No podía borrarse un año de historia por el miedo o por la excesiva prevención. Había que inventar nuevos programas aunque fuese invitando a madrileños, a falta de ballets extranjeros. Ya está bien de desdeñar lo hispano, lo peninsular.
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Najarro es un ejemplo de lo que se puede hacer en el Generalife, en tiempos de distancia. Un acierto traer a los cinco músicos, y hacerlos también protagonistas del breve pero intenso espectáculo. Ya se añoraba la música en directo en el Generalife. Ciertamente lo escenográfico dejó algo que desear, ni era necesario el humo, ni las banquetas de tubo eran lo mejor para danza española, ni las luces fueron misericordiosas con los ojos del público. Pero en cambio el vestuario evocó la rosa y la limonita, los solos rayaron a notable altura y los faralaes aparecieron sin atosigar.
Tras bruñir al grupo y depurar las muchas ideas que se notan sin desarrollar, desde ánimas hasta acecho, Najarro tendrá una voz propia en el Festival de Granada. Un Generalife más prieto de sillas y menos enmascarillado de público lo espera.
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Najarro mostró anoche que la Danza Española es un aliento que sigue vivo, nutrido por el soplo antiguo del clasicismo y bien oxeado por las brisas nuevas de la danza contemporánea. Un arte que no necesita mascarillas, ni turquesas ni azabaches, porque ni teme a la vanguardia ni se arredra frente a sucedáneos. Una noche para congeniar el deleite con la consideración de que el 'Alento' es lo único tan efímero como la danza pero tan permanente como la vida.
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