
josé antonio lacárcel
Lunes, 21 de junio 2021
Segundo año con Festival fuertemente condicionado por las circunstancias sanitarias, aunque podamos mirarlo con una perspectiva más optimista. Primer recital en el delicioso marco del patio de los Arrayanes con un programa especialmente hermoso, El canto del cisne, de Schubert. Luego nos referiremos a este título de la presente colección de lieder, título que no se le ocurrió a Schubert. Bueno, a lo que íbamos. Volvíamos al Patio de los Arrayanes. El año pasado, por las motivaciones antes aludidas, los recitales se iniciaban antes y podíamos disfrutar de la singular belleza de este patio, cuando el atardecer declina y va dejando paso a las primeras sombras de la noche. Es un momento de inusitada belleza, un momento que nos explica suficientemente el pasmo y entusiasmo de los grandes viajeros románticos, como el para nosotros entrañable Irving, cuando asistieran a esta maravilla de combinación de colores, matices y el encanto y la sugestión de la grácil arquitectura árabe. Y ahora cuando volvemos al horario tradicional queda otra muestra de belleza con la torre de Comares reflejándose en el agua del estanque de los Arrayanes. Pero este momento ha sido más habitual en las sesiones del Festival. Los conciertos a finales de la tarde, habituales el año pasado, parecían añadir un nuevo encanto al escenario del Festival.
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Perdonen este inoportuno ataque de lirismo, pero es que siempre, siempre, el escenario de nuestra principal cita musical parece dispuesto a sorprendernos con las mil maneras de verlo, con los matices que presenta. No podemos estar en los Arrayanes con una mirada superficial. Por aquí han desfilado los grandes, entre los grandes, Rubinstein, Jessye Norman, Victoria de los Ángeles, Teresa Berganza, Narciso Yepes… La lista sería interminable. Y en algunas ocasiones el gran protagonista de la jornada musical ha sido, precisamente, Schubert, el gran Schubert, el genial Schubert, músico excepcional malogrado por su temprana muerte a los 31 años y capaz de dejar tan ingente y espléndida obra como legado a la Humanidad. Al terminar de escuchar el recital mi primera impresión es: qué bien suena Schubert en los Arrayanes. Ya queda lejos aquella noche mágica en la que Norman bordó un programa dedicado íntegramente al genial austriaco. Ahora ha vuelto a sonar en la noche alhambreña con los últimos lieder de su producción, canciones basadas en los textos poéticos de Rellstab (1799-1860) y Heine (1797-1856). Lo del 'Canto del Cisne' no es un título que pusiera el compositor a esta colección de canciones, sino que parece ser que fue el primer editor de las mismas, ya fallecido Schubert, el que consideró oportuno titularlas de esa manera.
Pero bueno, lo importante es que Schubert ha vuelto a sonar y muy bien en el Patio de los Arrayanes en una noche bastante fría. Ha sido la primera de una serie de schubertiadas que, con buen criterio, ha programado este año el Festival. La primera de estas sesiones ha sido precisamente ese canto póstumo del cisne, esa serie de obras, de deliciosas canciones basadas en los textos de los dos poetas antes mencionados. Un Schubert que es delicioso, que es encantador, que nos envuelve en la magia de sus melodías y que tiene ese soporte técnico que hace imperecedera su música. Las canciones de Rellstab eran más líricas, más intensamente emotivas. Mientras que las del gran Heine tenían un aspecto más sombrío, diríamos que un deje de pesimismo. La música subraya de forma magistral la belleza de unos textos que hemos podido seguir gracias al acierto de los subtítulos.
El barítono Florian Boesch era el encargado de ofrecer este recital tan importante, tan lleno de interés. Voz cálida, de auténtico liederista (no sé si esta palabra es correcta) una voz tenue en muchos momentos, como antes he señalado cálida y que ha sabido ponerse al servicio de unas obras tan hermosas, tan dignas de ser escuchadas y entendidas por toda la carga de belleza, de poesía, de profundo lirismo y de honda tristeza –algunas de ellas– tan propias de Schubert. La actuación de Boesch ha ido –a mi juicio– de menos a más, alcanzando momentos de gran intensidad donde ha primado más el equilibrio y la intensidad dramática y poética que cualquier otro aspecto. Voz de registro medio muy grato, con algunas incursiones en el agudo muy convincentes, siendo mucho más forzado el registro más grave. Pero sobre todo me ha gustado la musicalidad y la capacidad de transmitir el hermoso mensaje schubertiano. No puedo dejar de destacar la muy buena labor del pianista Malcolm Martineau, mucho más que un mero acompañante, un verdadero colaborador en la noble tarea que le encomienda Schubert.
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