
andrés molinari
Miércoles, 22 de junio 2022, 00:22
Volvió la música de cámara al Patio de los Arrayanes, con su sonoridad preciosa y su porte palaciego. Se diría que esa aparente quietud de agua rectangular, cortejada por dos gemelos de mirto y porticada en sus dos extremos, es una caja de música que se abre cada año para el Festival. Por eso ha sido un acierto, este año, prescindir de los altavoces de otras ocasiones y dejar que el cuarteto Casals, luego amigado con el piano de Juan Pérez Floristán, suenen nítidos y sin ampliaciones espurias. Claro que la desnudez de techo humano puede macular algún instante con el lejano ruido de un avión que pasa por el que creíamos cielo plácido en el silencio de la noche más corta del año.
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Ajenos a estas contingencias Abel, Vera, Jonathan y Arnau, es decir el Cuarteto Casals, ofrecieron una noche más de magia e intimidad dibujando nuevas complacencias entre el romanticismo alemán y la arcada nazarí. Previamente escuchamos el cuarto cuarteto del madrileño Mauricio Sotelo en cuyo único tiempo el grupo egresado de la Escuela Reina Sofía, mostró todo el eclecticismo de la pieza, devanada hasta los límites de la tonalidad. Con el violonchelo colocado entre los violines y la viola, las cuatro cuerdas nos relataron una breve historia de cavernosidades casi inaudibles, de roces hasta la obsesión y, de repente, el brío del relámpago, siempre sin descomponer la mesura, blasón que lució el cuarteto toda la noche, para terminar con una solemnidad propia de las grandes obras.
Una suave sordina en los instrumentos anunciaba que el cuarteto número tres de Felix Mendelssohn pasaría por el Festival sin demasiada gloria. Obra poco famosa y exenta de instantes brillantes o fácilmente recordados. Tal vez por eso muy rara en los atriles de los conciertos al uso. Sin embargo fue desgranada por el conjunto madrileño con todo su afán. Destacando el trabajo de Vera Martínez en su exacto calibre de la feminidad, y todos balanceando sus torsos con libertad, gracias a estar en asientos sin respaldo. Interesante el que el Festival programe obras poco transitadas por el repertorio que no sólo de memoria vive el hombre.
Por fin la obra conocida, la brillantez en vivo, ese quinteto de Brahms en fa menor plagado de diálogos entre el piano y las dieciséis cuerdas y de repeticiones cada una de las cuales parece nueva. La frialdad del hamburgués hecha fogosidad romántica. Perfecta la complicidad entre Floristán y Casals, miradas furtivas entre ambos para unos instantes de delicia y perfección.
Mientras tanto, la brisa nocturna, por fin fresca tras el sopor del Corpus, invitó a una suave danza al agua felizmente prisionera en este patio de la Alhambra. Los que estábamos más cerca de la escena vimos toda la noche ese aguaespejo de claroscuro, esas hebras inquietas como sombras del propio pentagrama, trepar por entre los cinco músicos y ascender a juguetear su ritmo con los atauriques del muro.
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