El Festival Internacional de Música y Danza de Granada tiene oficialmente, 73 ediciones a sus espaldas. Pero, como muchos –entre ellos su actual director, Antonio Moral– recuerdan, el Festival comenzó en 1883, cuando un grupo de melómanos y próceres de la ciudad decidieron organizar un ... ciclo de conciertos coincidiendo con las fiestas del Corpus, en el por entonces semiconstruido Palacio de Carlos V. Aquellos conciertos tenían su propia liturgia, circunstancias y protagonistas, como detalla el músico e investigador José Miguel Barberá en su libro 'Los conciertos del Palacio de Carlos V', publicado por Ediciones Algorfa.
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Afirma Barberá que el origen del Festival es fragante. «Se decidió hacer una exhibición de flores y plantas en el Palacio de Carlos V, que había sido recientemente reformado, en lugar de en el Salón, y amenizar el paseo de los visitantes con música». Existía por entonces una llamada 'Sociedad de Cuartetos' que luego evolucionaría hacia una 'Sociedad de Conciertos' con la adición de nuevos músicos, que fueron los encargados de llevar la iniciativa a efecto. Los cabecillas de aquel grupo eran, entre otros, Eduardo Guervós y Carlos Romero –el primer director–. El primer festival fue un ciclo corto de recitales que se desarrollaron por las mañanas, a horas muy tempranas, pero en las que ya había público viendo la exposición y escuchando música. Solo alguno de estos recitales se trasladó a la tarde para amenizar la presencia de los visitantes vespertinos.
Desde aquellos primeros intentos a los años 20 del pasado siglo, hace ahora 100 años, los conciertos fueron creciendo en tamaño y categoría, y en ese momento, ya estaban bajo dependencia del Centro Artístico. Serían inexplicables sin figuras como la de Tomás Bretón, responsable de la Sociedad de Conciertos de Madrid, 90 músicos traídos a Granada por Francisco de Paula Valladar y el conde de Morfi, quienes otorgaron al ciclo el fuste necesario para colocarse entre las citas inexcusables para los melómanos, en una época, además, en que las familias pudientes ya viajaban, y podían, además, pernoctar en el lujoso Hotel Alhambra Palace, ya en funcionamiento por entonces. También acabó su concurso con las peleas entre músicos granadinos, que empañaron la etapa inicial de la iniciativa.
En los años 20, los conciertos del Palacio de Carlos V estaban más que consolidados. Las orquestas que los ofrecían era la Sinfónica de Madrid, sucesora natural de la Sociedad de Conciertos, dirigida por Fernández Arbós, quienes continuarían viniendo hasta 1936, y la Filarmónica de Madrid, dirigida por Bartolomé Pérez Casas. Algún año también compareció la Sinfónica de Barcelona, dirigida por Lamote de Grignon. El número de citas había crecido hasta media docena, y cuando llovía, estas se trasladaban al antiguo Teatro Isabel la Católica de la plaza de los Campos. El repertorio fue variando, pero en aquella década feliz era habitual escuchar el 'Daphnis et Chloé' de Ravel, 'El pájaro de fuego' de Stravinsky, y obras de Falla como 'El sombrero de tres picos', 'Noches en los jardines de España' o 'El amor brujo'. En el repertorio había también piezas de Elgar, Mussorgsky, Borodin, Rimski-Korsakov, Tchaikovski, Schumann (cuya obra se introdujo en aquellos años), Wagner, y siempre, desde el principio, alguna sinfonía de Beethoven. En Granada se reprodujeron también las célebres trifulcas entre wagnerianos y verdianos que eran habituales en Madrid y Barcelona, con agresiones físicas incluidas.
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Los recitales, que comenzaban a la caída del sol, superaban fácilmente las tres horas de duración, con al menos dos descansos, y el repertorio original podía ser elástico, porque se aceptaban peticiones del público, y normalmente, si una obra gustaba, se repetía a demanda de este. Así ocurría invariablemente con piezas como el 'Scherzo' de 'El sueño de una noche de verano' de Mendelssohn o la 'Danza Macabra' de Saint-Saëns.
En los descansos, el ambigú estaba disponible para los asistentes. En su contenido no estaban las recordadas elaboraciones de Bernina, como las 'Tortas de la Antequeruela' o los pepitos de lomo con pimientos. Su contenido se limitaba a frutos secos, agua y algunas bebidas alcohólicas. El público también paseaba en los recesos por los jardines inmediatos al Palacio de Carlos V, los cuales, a veces, se iluminaban con bengalas. El modo habitual de los pudientes para subir al recinto era el coche de caballos por la cuesta de Gomérez, mientras que los aficionados menos adinerados y los jóvenes preferían subir dando un paseo. La bajada tras los espectáculos conducía indefectiblemente a los dos grandes cafés de plaza Nueva –abiertos a la una de la madrugada, algo hoy impensable, por desgracia– donde se departía sobre la música y la vida.
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En cuanto a los precios, había dos categorías, la de galería –en torno a las 1,50 pesetas– y las sillas de patio, que costaban en torno a las 3,50. Ycomo hasta hace poco, el Festival era la ocasión para que señoras y caballeros mostraran sus mejores galas. Quizá, en muchos aspectos, convendría volver la vista atrás y recuperar algunos de estos hábitos que hicieron grande al Festival.
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