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Ian Bostridge ha convertido 'El viaje de invierno' (Winterreise en el original alemán), la colección de 24 canciones crepusculares de Schubert, en la mayor obsesión de su vida. No es una sombra, como la que acompaña a los cantantes pop 'one hit wonder', hastiados de que el público les pida siempre la misma canción. Es mucho más. Y su forma de interpretar la obra del compositor austríaco, a caballo entre clasicismo y romanticismo, refleja en cierta medida esa obsesión. Es un tenor, no un barítono, para empezar. No es su modo de interpretar ni tan impoluto como lo fue el de Fischer-Dieskau, ni tan 'festivo' como el del catalán Sabata. Es un modo de abordar la obra donde el, en ocasiones, cierto hieratismo de Dieskau se transforma en una suerte de sufrimiento vital que se rebela contra el destino y acompaña la voz con evoluciones sobre el escenario, controladas, casi sin sobreactuación, pero evidentes.
Afirma el tenor en su libro sobre esta obra publicado en 2019 en Acantilado, que 'El viaje de invierno' juega con el concepto de movimiento que se produce al andar, un andar constante que convierte al protagonista en errante, en el más amplio concepto del término. Y esto es 'El viaje': un paseo por la vida que tiene mucho de subsunción en el frío torrente de la existencia, en el paso de los meses, en la propia aceptación, primero de la finitud del latir cardíaco, luego de la finitud de los (pocos) momentos felices que esta obra «heladora» añora y a la vez teme por sus consecuencias.
Bostridge escuchó con veneración en su juventud la versión de 'El viaje' considerada de referencia, la de Fischer-Dieskau con su pianista habitual, Gerald Moore (1962), y recuerda en el libro que no pudo acudir al concierto que este ofreció con Alfred Brendel en el Covent Garden, igualmente histórico. Sin perder de vista estas versiones, desde la primera vez que la cantó ante una treintena de amigos (igual que hizo Schubert originalmente), en 1985, el intérprete se inyectó estas canciones en las venas, las mismas que latieron ante su primer desengaño amoroso con una vecina en su Londres natal.
Desde la primera nota, el inglés se afanó en su empeño por contar la historia de este viaje con vigor, a pesar del calor, con la inestimable ayuda de Ígor Levit, excelente, impecable coadyuvante en una fiesta de los sentimientos. Bostridge sobreactúa en momentos puntuales, pero tal, insistimos, puntual exceso no es un afán de protagonismo, sino didactico y empático. Con sus actitudes y su aptitud consigue que el espectador forme parte de una historia que, salvo excepciones, no entiende idiomáticamente.
Impresionante la interpretación de 'El tilo', primero recogido, luego vuelto y finalmente asido, derrotado, ante el piano. Y por destacar algunas piezas en un recital sobresaliente, 'La corriente', cuyas exigentes notas altas superó sin despeinarse, a pesar de que ya sudaba; 'Descanso', iniciada languidamente sobre el piano; el brillo de 'El cuervo', humana tosecilla incluida, o la arrebatada 'Mañana de tormenta'. Tras algo más de hora y cuarto, el viajero siguió camino con 'El organillero', hacia el lugar donde vive la música.
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