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Igor Levit volvía anoche al Festival después de haber participado, hace tres años, en aquella edición que por mor de la pandemia fue histórica, y ... que albergó en sus entrañas programáticas un ciclo de piano absolutamente irrepetible, con Sokolov, Barenboim, Leonskaja, Argerich y Zimerman, entre otros. El ruso nacionalizado alemán no fue, en absoluto, un convidado de piedra en mitad de aquella pléyade de estrellas, y ofreció un interesantísimo recital en el patio de los Arrayanes, con tres de las sonatas para piano de Beethoven.
Ayer, sin embargo, el decorado cambió, y se enfrentó al reto, superado ya por Perianes y Trifonov, de llenar con su sola presencia y la del piano un escenario, el del Carlos V, que la noche anterior había acogido a más de dos centenares de artistas. El programa elegido tenía una trampa malévola ideada por la Dirección del Festival: colocarle ante la 'Fantasía en do mayor, op. 17', de Robert Schumann, apenas 48 horas después de que Trifonov la interpretara, y en el mismo lugar dentro del programa, aunque esta vez, Levit decidiera no hacer descanso. Sin embargo, la trampa no fue tal, ya que Levit ofreció una versión distinta ciertamente en su concepción a la de su compatriota de origen, pero tan meritoria como la de su antecesor.
Pero vayamos por partes. Las cualidades que adornan a Igor Levit, mantenidas de forma inveterada en sus comparecencias, y que lo convierten en un intérprete ciertamente atractivo para el público –a pesar de que, sorpresivamente, no hubiera anoche en el Carlos V una gran entrada–, son la precisión en la lectura de la partitura, una digitación igualmente precisa –marca de la casa en la escuela rusa– y una gran renuencia a hacer experimentos, ni siquiera con gaseosa. El programa de anoche le permitió poner todas estas cualidades sobre el teclado. Y como es común, contó con una obra introductoria, en este caso la contemporánea 'Peter Grimes Fantasy' de Ronald Stevenson, a partir de la ópera homónima de Britten. Esta se derrama como un torrente en sus primeros compases, para luego, coincidiendo con su ecuador, cambiar el 'tempo' y arremansarse hacia un final reflexivo, con escalas descendentes e influencias variadas, desde lo barroco a lo romántico. Exige, pues, además de una considerable concentración, y un dominio del 'reloj' no pequeño, para que todo suene como debe. En el caso de Levit, este aperitivo no se le atragantó.
Como ya se ha comentado, Levit ofreció una versión distinta de la 'Fantasía' de Schumann, quizá más expansiva en gestos y percusión sobre el teclado, pero igualmente interesante. La pasión desenfrenada del primer movimiento, da paso a un segundo que es casi un himno, y este a un tercero que requiere un gran desempeño para no resbalar. Consciente de ello, se le vio mirándose las manos más que nunca, acercando la cara, levantando la cabeza brevemente para volverla a dejar caer. El resultado, muy equilibrado, del gusto de los aficionados.
La segunda parte del recital, inmediata, nos permitió escuchar a Wagner, en primera instancia, aunque fuera en una pequeña píldora: el 'Preludio' de 'Tristán e Isolda' arreglado por el húngaro Zoltán Kocsis. La gran variedad de temas, todos ellos breves, y que cual Guadiana reaparecen en algunos casos, le otorgan una belleza que incluso en la adaptación al piano se manifiesta en todo su esplendor. La velada finalizó con Liszt y su 'Sonata para piano en si menor, S. 178'. Todo un lujo para los 'connaiseurs', y una de las obras cumbres –también por su exigencia–, del piano romántico. Aquí también, Levit fue ese intérprete fiable y concienzudo que suele ser, rematando un muy buen espectáculo.
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