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Andrés Molinari
Sábado, 18 de julio 2020, 01:47
De lejos viene el tópico: ¿par o impar? O, como diría el castizo, ¿pares o nones? Ignoro quien, primeramente, dividió las sinfonías de Beethoven en dos grupos muy distintos: las pares frente a las impares. Pero la propuesta fue un éxito y aúna hoy se sigue considerando esta disyunción. La impares, sobre todo las número tres, cinco, siete y la novena, más serias, graves, rotundas y trascendentes. La pares, sobre todo la seis y la ocho, más livianas, juguetonas y risueñas. Y son precisamente estas dos las que escuchamos anoche en el Palacio de Carlos V, dentro del ciclo Beethoven, que es motivo, talismán y blasón del festival de este año. Suerte que por este ciclo está pasando lo más granado de la dirección orquestal del momento, y con su hermano, el ciclo pianístico, asimismo plagado de estrellas del teclado, el Festival está salvando las naves a un cierto nivel. Porque lo que es la danza, hasta ahora, está rayando a niveles ínfimos, casi de vergüenza, y como era de esperar, la ópera sigue ausente de nuestra cita veraniega, y mucho más la producción propia en este género tan demandado por el público.
No obstante, las alusiones operísticas siempre aparecen cuando se programan autores clásicos, aunque por desgracia convertidas en meros números de concierto. Y Beethoven, con su relativo fracaso en este género, no podía ser una excepción. Por eso no es raro que los monográficos dedicados a este genio se abran con una de sus oberturas, que para eso están. Anoche la tradición en estado puro: la orquesta valenciana comenzó con Fidelio, el cuarto intento de aquel sordo genial por taracear una obertura adecuada para su única ópera, de igual título, curiosamente ambientada en Andalucía y con travestismo incluido. Poco que comentar sobre una ejecución de la Valenciana, briosa, esperanzadoramente correcta, con las cuerdas calentando arcos, los vientos como premonición de lo peor de la noche y sobre todo las trompas en un desacierto ocasional que con el tiempo se haría alevoso.
Luego llegaron las dos sinfonías más joviales, en orden inverso a su numeración, pero ordenadas de menor a mayor respecto a su pequeña enjundia. Esto también tiene mucho de tópico, porque la Octava, en fa mayor, es tan apreciable y grande como la Sexta o «Pastoral», en fa mayor. De hecho el famoso tiempo del metrónomo de la Octava casi refleja el latido de la vida, acompasado con los ciclos de la Naturaleza descrita en la sexta y a la que puebla.
La orquesta valenciana intentó ser miniaturista y delicada con la octava, pero el turbión orquestal emborronó cualquier amago de delicadeza. Un director tan 'barroco' como Hengelbrock dirigió si batuta y gesticuló hasta la extenuación a ver si lograba que apareciese Beethoven por algún resquicio o comisura. Pero las entradas fallencas y las liberalidades del metal lograron empeorar aún más el resultado. Todo mejoró un poco con la «Pastoral». Su discurrir narrativo corrigió algo la falta de empaste y con la tormenta se logró uno de los pocos momentos interesantes de la noche.
A falta de buena orquesta quedémonos con esta música sin rictus severos ni laberintos mentales. Polilla que vuela en la noche, hasta deshacer sus alas en la llama del tiempo, y paseo por entre las mieses de julio y las tormentas del estío. Siempre con ese aroma impreciso pero precioso llamado Ludwig van Beethoven.
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