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Andrés Molinari
GRANADA
Sábado, 22 de junio 2019, 01:59
Noche de inauguración, noche grande para el arte que va dejando atrás las fiestas del Corpus, con sus ruidos y sus ajetreos, y se dispone a entrar de lleno en la gran fiesta de la música, de Granada, de España, uno de los primeros festivales ... estivales de Europa.
Para abrir la larga lista de citas con todas las músicas, una mirada al clasicismo, con el gallardete de nuestra propia ciudad, pues una orquesta que lleva el nombre de Granada desgranó composiciones de esa Europa que estos días mira hacia este rincón de Andalucía, desde Praga, Bonn, Hamburgo. Las tres ciudades natales de los tres compositores de la noche. Y también Londres, ciudad de encuentros, y Edimburgo, la capital norteña que inspiró la Sinfonía Escocesa, y Ruan, la ciudad en la fue quemaron a Juana de Arco, unos días antes de que Juan II le ganase a los granadinos la batalla de la Higueruela, no lejos de Atarfe. Gran geografía para un gran Festival.
Precisamente con una evocación de Juana de Arco comenzó la noche. Uno de esos géneros tan románticos que los pentagramas riman llamándolos poemas sinfónicos. Música muy desconocida acá, que la Orquesta Ciudad de Granada se tomó a sabiendas de que no era una noche cualquiera. Delicadeza en los pianos, más sutileza en los pasajes litúrgicos que en los aspavientos bélicos, descripción con trazos suaves de aquella Doncella de Orleans, quemada por la inquisición de Ruan acusada de herejía, lo que el compositor bohemio sintetiza en poco más de diez minutos.
Y todo a las órdenes de un director que no necesita batuta para ser el auriga de una orquesta, al principio dubitativa, pero luego ansiosa por encontrar su sonido propio.
Plato fuerte de la noche era el famoso concierto para violín y orquesta de Beethoven, piedra de toque para los violinistas y mucho más para las orquestas que los arropan.
Decir, a estas alturas, que la veterana Victóriya Mullova es una magnífica violinista, parece casi una memez, de patente que es la obviedad. Ella pertenece a la vieja escuela rusa, a pesar de que tuvo de huir de aquel país para dar a conocer su arte en Occidente. No obstante las guedejas de Tchaikovsky y Sibelius se dejan notan en su digitación agilísima y trepidante, en su brío soberbio y casi explosivo, en los pequeños recovecos sonoros que visita. Estas incursiones en los sobreagudos pecaron de mesura, de forma que alguno se nos escapó sin oírlo.
Ya desde los primeros sones de timbal, una osadía para 1806, notamos que nos encontrábamos ante una versión más placentera con las zonas cavernosas de la orquesta que con el rutilo que raya en trompetería. Frente a esta orquesta que alcanzó su cenit en el fugado del primer tiempo, la violinista se erigió rotunda y desbordante, extrayendo notas de su instrumento que eran como flores entre volcanes, como fuente de alegría entre la nostalgia, con ella, la inmensa violinista, resuelta en dominio de su instrumento y de la obra, a pesar de la partitura abierta, por si acaso.
Un alegro ma non troppo que es casi una sinfonía, menudeando los diálogos sin conflicto, retoñando a cada paso la remembranza en esas repeticiones que siempre saben a nuevo. Un larghetto que es una sombra en el estío, un sosiego en el turbión, un húmedo oasis en el ciego sol abrasador que siempre es Beethoven.
Y para terminar un rondó-allegro en el que orquesta entera danzó sin moverse de frente a sus atriles. Nada importan algunos pasajes grises de matiz y la discordancia del metal un par de segundos.
Con Mendelssohn y su sinfonía escocesa, la tercera de su escueto catálogo, se demostró, una vez más, que nuestra Orquesta es dúctil y acomodaticia, que sigue con atención la creatividad de los que se suben hasta su podio, que aprende de cada director que la ensaya, que se esmera en esa época tan transitada pero tan difícil como es el romanticismo pleno, antes de que el siglo XIX, en palabras de Borges, mostrase su fatigado crepúsculo. Aquí ya no había triunvirato, aquí solos orquesta y director, desgranando una partidura no por conocida menos henchida de enigmas y de pasajes a los que extraer mucho más significado que algunas de las adocenadas versiones que se escuchan por ahí.
Una entrada exacta dio paso a una serie de correcciones de los pequeños errores de la orquesta en la pieza anterior. Ahora la cuerda más expresiva, las maderas más compactas, la percusión enseñoreándose de los ritmos y las cadencias. El director con su extroversión invitando a toda la orquesta a balancearse suavemente como un barco abriéndose paso entre la niebla de aquel septentrión de la Gran Bretaña
Los mejores momentos de la noche fueron apareciendo esparcidos, pero no muy espaciados, la orquesta ora pimpante, ora serena, paladeando la música del hamburgués, desde el andante con motto hasta alegro final, con una mínima imagen de cuadros escoceses en la falda, en el scherzo, pero sin concretar aire ni folclore para la galería.
Noche de nueva batuta para una orquesta tan necesitada de estabilidad, no sólo económica. Un conjunto que se arriesga a volar solo, acomodando su son y sus solistas a las ideas de aquel que se allega a dirigirla. En esto se va pareciendo a las grandes orquestas del mundo, a las que, aunque añoren un solo atril, un solo director, una sola batuta, saben amoldar sus ganas y su corazón a los mejores directores. Porque, otra cosa no, pero a nuestra orquesta, a la OCG, le sobran ganas de gustar. Y hay conciertos, como el de anoche, en que se le ve tan entusiasmada como el primer día.
Noches en los que florece la tersura suave del mejor romanticismo y el color tenue del incipiente europeísmo, como decíamos al principio. Conatos de pasión bermeja al leer el pentagrama, color rojo para un lazo en la solapa de los músicos: a la vista de un Carlos Quinto a rebosar de público, a la vista también de sus palcos, ocupados por nuevos electos y recientes frutos de pactos.
Los que tengan ojos que vean, los que tengan oídos que escuchen: es la Orquesta Ciudad de Granada la que toca.
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