Es normal sentir miedo cuando el final se acerca. Nadie –o casi nadie, aún hay héroes, dicen– está libre de esa sensación. Ni siquiera los genios como Franz Schubert. Por ello, no debe de extrañar que sus tres últimas sonatas –las números 19, 20 y ... 21, D958, 959 y 960 de su catálogo– estén plagadas de esa tristeza de fondo de quien sabe que la caída del telón se avecina, aunque en ellas se entrevean pasajes de luz, quizá motivados por el deseo de un más allá luminoso. Con todo, estas tres obras que anoche interpretó el artista residente del Festival, Paul Lewis, en el patio de los Arrayanes, son, ante todo, música. Música inspiradora. Es Schubert el que afronta su final, pero son quienes las escuchan desde que se publicaran una década después de su muerte, a finales de los años 30 del siglo XIX, quienes deben extraer sus propias consecuencias a propósito de lo que oyen. Y lo que se oye es una exposición de sentimientos, un 'partirse la camisa', que muy pocos autores, no solo románticos, sino de la música universal, han llegado a igualar.
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El pianista británico Paul Lewis ha respondido, nos comentaron, a lo que se espera de un artista residente en un festival como el de Granada. Se ha integrado en la ciudad, ha disfrutado de sus rincones –de su gastronomía también–, y ha sido cercano en todo momento. No es de extrañar, por tanto, que en sus ademanes se percibiera cierta tristeza al concluir su tarea. Con todo, es importante destacar que un marco como el de los Arrayanes, en el que también se desempeñó el pasado lunes, ayuda a la introspección, siempre que el público guarde silencio y, una vez hechas las inevitables fotos que complican el tránsito por la parte baja del recinto, se dedique a escuchar música. Y eso fue lo que hizo, a pesar del hecho de que las tres obras se tocaran durante casi dos horas sin descanso de por medio. La noche fue benévola en lo climático, con un puntito de frescor que los asistentes, incluso, agradecieron.
Comenzó Lewis pocos minutos después de la hora señalada su interpretación. En este caso, se colocaron las tres últimas sonatas por su orden, no como en recitales precedentes, en que este se alteró. La primera, la D958, es la más desigual del grupo en cuanto a la tonalidad –menor en este caso, mayor en las otras dos– y en cuanto a la estructura, el aterrizaje propiciado por el primer movimiento –un 'allegro'– es menos acusado que en las subsiguientes. Desde el primer momento, Lewis, con camisa larga y pantalón, ambos rigurosamente negros como corresponde, se sintió cómodo, tanto con la postura, como con la música, que ejecutó sin partitura. Fue en todo momento capaz de jugar –es la traducción al castellano del 'jouer' o 'play' que se usa para el término 'tocar' en francés o inglés– con la música de Schubert, pero se tomó el juego muy en serio. Entre movimiento y movimiento, apenas un par de segundos de silencio, como corresponde. Y dándole a cada movimiento su amor, como se dice en nuestros pueblos. Juguetón y danzarín el 'Menuetto', expresivo el 'Allegro' de salida.
Tanto en esta como en las otras dos sonatas, los amantes de las 88 teclas pudieron encontrar a un intérprete que hace honor al reconocido magisterio de Brendel, a quien tuvimos la suerte de ver durante el Festival en 2005, en aquella ocasión en el Palacio de Carlos V. Lewis tiene en las manos la capacidad de transmitir y la energía de un gran músico, y eso se nota, mucho.
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