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ANDRÉS MOLINARI
GRANADA
Domingo, 20 de junio 2021
Tiempos gloriosos aquellos en los que sólo ocupaban los puestos más relevantes del reino las personas mejor instruidas en todos los campos del saber y del quehacer. Tiempos en los que la reina Isabel nombró primer arzobispo de Granada a su confesor, el fraile jerónimo ... Hernando de Talavera, demostrando una vez más su esmerado afán por convertir a esta, su querida ciudad, no solo en lecho de su descanso eterno sino también, y por los siglos, en un pozo de saber y un poso de belleza. Sus sucesores han acertado y fallado casi por partes iguales.
El Festival de Granada, ahincado en lo primero, desempolvó ayer, poco después de sonar el ángelus, algunas de las hojas musicales escritas por aquel fraile talaverano, de ascendencia judía, profeso en Alba de Tormes, acusado de hereje por la Inquisición… y arzobispo de Granada. Ciertamente no son obras originales suyas, sino adaptaciones, reconstrucciones y versiones, con nuevo texto, de melodías antiguas para el uso coral o litúrgico de las que sonaban en la universidad de Salamanca, donde fue copista asalariado, y en los coros de monasterios jerónimos tan conocidos por él.
En aquellas postrimerías del siglo XV, estas obras debieron ser cantadas en la primera de las cuatro sedes que ha tenido la catedral de Granada, allá en la Alhambra, y luego en la segunda situada en lo que hoy es Plaza de los Tiros o del Padre Suárez, donde fue sepultado el propio fray Hernando. Él nunca llegó a sospechar que su música y sus textos sonarían en esta cuarta catedral trazada por Egas, levantada por Siloe y terminada por Cano, que cuenta con la sonoridad ideal para que estos diez cantantes fuesen desgranando responsorios y antífonas, creando ecos de elegante cariz y añosa remembranza, a pesar de los sonidos espurios que se colaban, cancel arriba, desde Pasiegas y alrededores.
Pocos sabían de este arzobispo granadino, hombre ya del renacimiento, preocupado por la música y por aprender árabe para mejor predicar entre la población autóctona granadina de 1492. Su enésimo sucesor estuvo ausente de este concierto: vacío aunque iluminado su trono de madera y plata, sobre la obligada tarimilla gris. En su lugar, en primera fila, el deán de esta cuarta catedral y el vicario de la diócesis.
Muy cerca de ellos, justo en el crucero, para que el sonido fuese óptimo hasta el deambulatorio, los diez miembros de Schola Antiqua, ataviados con su estameña blanca del antiguo císter, mangas anchas como gustaban a Bernardo de Claraval, pero sin la reverencia en cada Gloria Patri, que es marchamo de su liturgia coral.
Voces sencillas, sin necesidad de amplias tesituras, con buena pronunciación del latín y obediencia al director, él con su diapasón en una mano y su discretas indicaciones con la otra. Unas veces las diez voces al unísono, otras en un tierno brote de polifonía. Unos maitines en mañana de sábado, aunque ya a la hora de tercia, camino de sexta. Un ramillete matutino de piezas breves, todas muy parecidas entre sí, aunque siempre el grupo tratando de esquivar el aburrimiento que nace de la monotonía. Un par de entradas dubitativas y el evidente cansancio al final hurtan poco mérito a estos adalides de la arqueología musical. Ciertamente podrían haberse quitado las mascarillas, también blancas, que siempre aminoran la fuerza vocal y escamotean matices si es que los hay.
Algunos melismas más deleitosos que otros, algo más de ánimo en los diálogos entre el recitador solo, que propone, y el coro, que le responde. Un gran respeto por la arqueología, lo que es de agradecer, aunque podría hacerse restringido el concierto a menos antífonas y responsorios y algún comentario en español sobre el contenido de cada estrofa y su traducción desde el latín.
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