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ANDRÉS MOLINARI
GRANADA
Lunes, 21 de junio 2021, 00:01
La secularización del programa del Festival, paralela a la efectuada por la sociedad española, ha olvidado una página casi obligada en las ediciones cenitales de esta cita musical, allá por la segunda mitad del siglo XX: una misa de réquiem por Manuel de Falla y ... demás músicos fallecidos. Sin embargo el arte en general y la música en particular sigue a la intemperie de la religión católica y buena prueba de ello es el uso continuado de su patrimonio edilicio, instrumental y musical.
Ayer, en nuestra iglesia de la Concepción, generalmente conocida como de San Jerónimo por el monasterio adjunto, revivió, casi sin quererlo, aquella añosa tradición. En el programa una misa, aunque sin su liturgia sacramental, hecha de recortes musicales, o decompuesta que diría el pedante, y dos motivos de remembranza; los tiempos del emperador cuya esposa vivió unos meses entre estos mismos muros y la pérdida de Diego Martínez Martínez, que fue director de este mismo Festival entre los años 2013 y 2017.
Música antigua contra el olvido. Con un recuerdo explícito al emperador nacido en Gante y muerto en Yuste, que hace cinco siglos justos cumplía sus juveniles veintiún años y ya tenía que firmar, en abril de aquel año, sentencia de muerte contra los Comuneros y, en mayo, el Edicto de Worms contra Lutero.
Sin embargo ayer todo discurrió por cauces de paz y catolicismo. Y, a falta de la espectacularidad que siempre despliegan todas las liturgias, los tres grupos masculinos encargados del concierto ofrecieron una teatralidad de lo más depurado. Ecos iniciales que llegan desde la sacristía, que a Dios no se le ve pero se le presiente. Nueve monjes del císter estáticos allá atrás, al pie del retablo y un revoloteo de laicos en torno al pequeño, peso conspicuo, facistol. Mutis en silencios felinos y entradas desde imaginarias bambalinas. Colocaciones estratégicas de los instrumentos para colmar de belleza visual la que ya es ahíta en lo sonoro. Y… la música. Un gran ramo de piezas, breves, más o menos timbradas, pero siempre idóneas para los propósitos de la mañana.
Toda la seducción del concierto gravitó en la calidad de los tres conjuntos y en la unísona variedad del programa elegido. Interesante contraste entre aquel canto llano de allá atrás, en el telón de fondo del crucero, con su aroma a claustro románico con ciprés y a cenobio contemplativo marcando las horas canónicas, frente al proscenio que parecía una fuente de la que brotaba en turbión toda la polifonía del renacimiento camino del manierismo. Allí melismas de largo tiro, aquí un dechado de gargantas de todos los tonos apoyadas por ramas arbóreas, de mágicos bosques, hechas flautas para devenir ambas en un magma sonoro que perduraba muchos segundos, reverberando, bajo la cúpula de Florentino y Siloe.
A destacar algunos números como las 'Diferencias sobre el Canto del Caballero', en las cuales las cuatro enormes flautas imitaron al órgano positivo, en una de las más famosas piezas de Antonio de Cabezón, que precisamente estuvo en este mismo monasterio pues formaba parte de la capilla musical de la emperatriz Isabel.
Experiencias, gratuitas para el público, que solo el Festival se puede permitir. Un nuevo blasón de calidad en su ya dilatada historia septuagenaria. Una muestra más de la entrañable complicidad entre su afán por abarcar todas las músicas y la disponibilidad de la Comunidad Jerónima para prestar su joya de incalculable valor, también en lo sonoro. En este caso con el crucero ocupado por hombres que conjuntan sus atuendos negros y blancos. Negro de luto por Diego, que yo extiendo también a los muchos y anónimos espectadores del Festival fallecidos durante la pandemia, que conocí a algunos, y la albura de la esperanza, del papel aún sin letra ni corchea, de las muchas páginas que le quedan al Festival por escribir en estas mañanas de verano, con San Jerónimo penitente, allá arriba, como secular invitado de talla y estofa.
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