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Rafalé Guadalmedina
Viernes, 30 de agosto 2024, 00:08
En la cama pensé que era un ingenuo, que había dejado que la ficción sepultara los despojos de mi realidad. Verbalizar una certeza a la que has dedicado media vida a camuflar puede resultar doloroso. En mi caso se manifestaba como una extremidad putrefacta que, ... aun sin requerir amputación inmediata, guardaba un silencio tan digno como desgarrador. Busqué entre las sábanas algún utensilio suficientemente afilado como para acariciarme la inocencia con la misma indiferencia que un pelador rebanaría una patata. Sobre el colchón reposaba una cinta de casete de Pimpinela, envoltorios de 'Bollycao', mi fiel osito de peluche Mimosito y una retahíla de cartas que me advertían de la obligación de desalojar la casa de mi difunta abuela, la cual, por otro lado, iba adoptando semblante de mojama a la espera de una digna sepultura. Lo más punzante que hallé fue un bolígrafo de tinta azul junto a un cuaderno cuyos borrones albergaban las líneas maestras de 'Ficción de madrugada', mi relato en ciernes.
Lamenté en un aullido sordo que la maldita casuística me privara de una rápida mutilación y una plácida redención de mis desgracias. Tras visualizar el videotutorial 'Exorcismos para parguelas', convine en localizar el dolor, punzar bajo la piel y escarbar a conciencia hasta sanar el foco de infección. La punta de la pluma danzaba sobre mi cuerpo desnudo mientras masticaba hojas de la libreta manuscrita. Para ser honesto con el lector he de apuntar que la ciencia no ha probado la efectividad de este método, pero me suele relajar y deformar azarosamente mis cavilaciones. Una avalancha de recuerdos fantaseados manó de mi mente: el antepenúltimo beso con lengua, el día en que declaré la guerra al trabajo, unos aplausos comprados en el recital de los trovadores altruistas, el tatuaje de la palabra 'Almóndiga' que en una noche de frenesí me había plantado sobre la papada y la determinación de entregar la vida por las letras. Repentinamente, un recóndito y oscuro orificio se erigió como sumidero de aquellos pensamientos. Otra vez me enfrentaba a esa cueva empecinada en absorber mi talento y condenarme a convivir con el fracaso.
La angustia estaba a punto de hacerme desfallecer. Algo debía hacer de forma urgente. Cambiar de vocación, dar un volantazo a mi estilo, no dejarme arrastrar por ideas peregrinas, desentrañar el mecanismo de inicio, nudo y desenlace, desgarrarme la piel para ofrecer algo verdaderamente genuino, relacionarme con humanos de carne y hueso, buscar una ocupación digna o cambiar las sábanas acartonadas.
Entonces, una presencia salvaje y extraña se adentró en la habitación e irrumpió entre mis cavilaciones. Sin mediar palabra me enganchó del cuello. Sentí su fétido aliento proyectando un aullido sobre mi oído. En forma de sucesión de puñales evocó mi falta de constancia, esfuerzo y originalidad. La aparición también reprochó mi atrevimiento de escribir sin apenas haber paladeado a los clásicos. Continuaba sin coger resuello cuando mis piernas dejaron de responder. Una parálisis similar a la que experimentaba al recordar que mi destino era mirar a los ojos de Shakespeare y Cervantes, aun siendo incapaz de darle un final a 'Ficción de madrugada'.
La presencia me liberó violentamente y abrió la ventana del cuarto. Con gestos ostensibles me invitó a lanzarme. Podría haberme levantado de aquella cama, saltar y así acabar con todo. Sin embargo, aquella madrugada hacía demasiado frío como para agonizar a gusto. Además, carecía de inspiración como para redactar una nota de suicidio acorde a mi genio.
El desconocido visitante se diluyó tan pronto como otro par de viejas amigas hicieron acto de aparición: la búsqueda y el señalamiento de culpables externos. Estas evocaron a mis padres, encabezonados en que estudiara Derecho, quienes habían tildado de mentecatada mi devoción por las letras. También a mis amigos por no interesarse en los libros que había conseguido editar en una cofradía de corsarios; a los corruptos jurados de certámenes literarios, empeñados en castigar el riesgo y premiar la imitación de la imitación; al sindicato de escritores y poetas dedicado a pavonearse permitiéndose la desfachatez de desterrarme a la isla de la indiferencia; y al público carcomido por la banalidad, la 'efimeridad' y la tortilla sin cebolla.
En el fragor de aquella batalla de mi vocación contra la frustración, conseguí que el relato 'Ficción de madrugada' cubriera mi cuerpo con tinta fresca y que la celulosa obstruyera mi boca. La combinación de ambos resultados liberó un sosiego reparador. Había sido rescatado por el convencimiento de que no era yo quien debía modificar su realidad, sino que era la realidad la que adolecía de ficción. Nunca fui un escritor ingenuo, solo un mártir de la incomprensión. Triunfante dentro de mi propia fábula, tomé las sábanas, me tapé, cabeza incluida, y dejé que mis ínfulas y fantasías durmieran a pierna suelta. Así, hasta que la realidad encontrara nuevas formas de penetrar en este cuento sin final.
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