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ANDRÉS MOLINARI
Lunes, 8 de febrero 2021, 00:31
Las coincidencias juegan con el destino de los hombres y escapan a cualquiera de sus explicaciones razonables. Tan sólo nos queda aprovecharlas para despertar de seculares letargos, rememorar cercanas historias y decidir actuaciones tan necesarias como urgentes. Hoy hojeamos la historia de un edificio granadino, hito del arte hispano, que cumple justo 500 años, cuyo origen está en Santa Fe, epicentro de los terremotos, que no cesan, y que acaban de dañar parte de sus centenarios muros.
El año 1521 los monjes de San Jerónimo entraban a residir en su Monasterio de Granada, recién terminado de edificar. Esta comunidad jerónima había sido fundada por los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón en los primeros meses de 1492 y en Santa Fe, cediéndoles sus casas reales en las que ellos habían vivido durante el asedio de Granada. Hasta esta localidad llegaron monjes de estameña parda procedentes de Lupiana y de otros monasterios de la orden, a la que también pertenecía el confesor de la reina y primer arzobispo de Granada, Fray Hernando de Talavera.
Como Santa Fe ya no era sede de los reyes ni de la tropa, mostraba algunas incomodidades, puede que algún pequeño terremoto que atemorizó a los frailes, y estaba relativamente alejada de Granada, que era el centro idóneo para la predicación y los demás objetivos jerónimos, pronto éstos decidieron trasladar su monasterio a la capital del reino, cambiando también la advocación fundacional de Santa Catalina por la de la Purísima Concepción de María, que es la que sigue ostentando hasta hoy, a pesar de que admitamos todos llamarlo 'Monasterio de San Jerónimo'.
En los años finales del siglo XV y primeros del XVI los jerónimos se instalaron en un monasterio 'provisional' ubicado en donde hoy está el Hospital de San Juan de Dios. Esta coincidencia de órdenes en un mismo territorio ocasionaría un largo litigio que orilla y diverge de nuestra historia. Mientras tanto los ya Reyes Católicos iban cediendo nuevos terrenos, más rentas, mucha piedra, renombrados artífices y demás impedimenta para construir el actual monasterio, en el lugar en el que hoy perdura. Como de bien nacidos es ser agradecidos, los escudos de este matrimonio y sus símbolos personales: yugo encintado y manojo de flechas, salpican por doquier el nuevo edificio, que comenzó a ser construido en vida de ambos monarcas en una finca, justo al lado de donde ya estaban los jerónimos, llamada Las Eras de Abenmordi, que al parecer había pertenecido a Boabdil. En 1513 se sacaba de cimientos gran parte del edificio, en noviembre de 1519 se bendijo la iglesia gótica, que era más pequeña que la actual, llegando más o menos hasta su crucero, y a comienzos de 1520 se daba por terminado el claustro grande, con sus celdas, así que durante el año 1521 se fue realizando el traslado de los monjes, hito que hoy conmemoramos.
Los cinco siglos siguientes, desde aquella inauguración hasta hoy, forman un rosario de tiempos en el que se suceden los hechos más gloriosos y singulares con los peores momentos de incuria. Entre 1523 y 1525 la viuda del Gran Capitán, la duquesa de Sessa, magníficamente biografiada y estudiada por Antonio Luis Callejón, consiguió del emperador Carlos permiso para que la capilla mayor de la iglesia fuese el mausoleo de la familia Fernández de Córdoba. Así que encargó primero al gran arquitecto Jacobo Florentino, hasta 1526, y después al no menos grande Diego de Siloé que edificasen aquella ampliación de la primitiva iglesia en el nuevo estilo 'a la romana'. El profesor Joaquín Martínez González, alma y vida del monasterio, dice que el pequeño escalón que se nota entre la nave de la iglesia y su crucero es la línea tangible que separa el viejo orden gótico del renacimiento español como artes universales. Y en verdad el nuevo estilo brilla con luz propia en esta parte del templo, con un derroche de recursos arquitectónicos y decorativos, una grandeza mesurada, una iconografía precisa y una heráldica alusiva. Sólo le falta el cenotafio que nunca se talló en mármol de Carrara como deseaba María Manrique, fallecida en 1524. En 1552 los restos mortales del Gran Capitán, junto con los de su familia, fueron trasladados a este lugar y, tras mayores ajetreos que los que provoca un terremoto, en el siglo XIX fueron a Madrid y luego volvieron a donde hoy reposan.
Años antes, en 1526, la emperatriz Isabel de Portugal residió en este monasterio, seguramente en el claustro chico, mientras su marido despachaba con los embajadores entre la Alhambra y la Capilla Real. Pero –nueva coincidencia– un enjambre de terremotos, ocurrido desde el 4 de julio de aquel año, atemorizó de tal forma a la bella portuguesa pintada por Ticiano que ésta influyó en su marido para que la pareja imperial nunca volviese a Granada.
Poco sabemos de los daños causados por aquel terremoto y los siguientes en San Jerónimo, aunque sí se contabilizaron muchos desperfectos en la Alhambra y en otros edificios. Como comenta el profesor de la Universidad de Granada Enrique Hernández Montes, los daños potenciales y reales de los terremotos en estos edificios se deben a que sus constructores, grandes artistas en lo estético, ignoraban las más elementales normas antisísmicas y además los materiales empleados en cada fase constructiva de los mismos son diferentes y responden de forma distinta ante la 'aceleración sísmica', creando grietas, desprendimientos y en casos extremos el colapso del edificio.
En los siglos siguientes el monasterio brilló y después se eclipsó. En su colegio de latín y humanidades estudiaron grandes hombres de España, como el motrileño Javier de Burgos, ministro diseñador de la división administrativa del reino. Fue famosa su escuela de música, su iglesia se pintó y se dotó de un portentoso retablo y dos magníficos órganos, su biblioteca y sus muchas obras de arte fueron la envidia de viajeros y eruditos… hasta la llegada de los franceses en 1810 que profanaron la tumba de Gonzalo, desmontaron la mitad superior de la torre para aprovechar su cantería y saquearon cuanto pudieron. Luego, en los tiempos sin monjes, los granadinos también entraron a expoliar lo poco que quedaba. Y las desamortizaciones, por fin, convirtieron este monasterio, con sus celdas bien dispuestas, su amplio compás y sus huertas geopónicas, en barracones, calabozos y cuadras del regimiento 'Lusitania' de caballería española. Las iniciativas de Gómez Moreno y otros granadinos egregios por recuperarlo del ministerio de la Guerra fueron infructuosos.
Ahora se cumple un siglo, nueva coincidencia, de lo más álgido de la segunda guerra de Marruecos o campaña de Annual de 1921. Y en aquel enfrentamiento, sumamente cruento, entre España y Marruecos, el monasterio de San Jerónimo de Granada fue fundamental, tanto por su cercanía a Melilla como por la disponibilidad de caballería y otras tropas acuarteladas en su interior.
Los desastres nunca vienen solos y a las trasformaciones militares del edificio sin criterios sísmicos se unió el incendio del día 9 de febrero de 1927 que destruyó su preciosa escalera y las alas colindantes. Toda la prensa española se hizo cargo de esta pérdida irreparable.
Tras la guerra civil el monasterio siguió siendo cuartel y la iglesia una capilla anexa a la parroquial de los santos Justo y Pastor. Pero siempre hay personas de almas grandes que se preocupan por recuperar lo que Granada deja perder. Y la mayor entre ellas fue sor Cristina de Arteaga, hija menor del duque del Infantado y monja jerónima. Ella movió lo necesario, desde el Ayuntamiento de Granada hasta el Pardo, para rehabilitar el monasterio de San Jerónimo y abrir al culto su iglesia. Con gran visión de futuro comprendió que tan gran edificio no se mantiene ni solo ni únicamente del turismo así que procuró trasladar a él la comunidad jerónima femenina de Santa Paula, que hoy lo sigue habitando. Ellas lo cuidan con mimo, lo limpian con pulcritud, lo gestionan con acierto, lo enseñan con orgullo.
Pero no son suficientes. El edificio mil veces herido sigue vivo y en pie a sus quinientos años, pero las arrugas se le agrandan por el coro de la iglesia y las incorrecciones arquitectónicas del pasado pasan factura en el presente. Decíamos al principio que las coincidencias deben agitar nuestras conciencias, a veces con varios grados Richter y, en este caso, debemos aprovechar una fecha tan señalada como el quinto centenario de San Jerónimo, para que su reparación sea urgente y de nuevo brille como en sus primeros siglos.
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Lucía Palacios | Madrid
María Díaz y Álex Sánchez
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