PEPE MARÍN
Relato de verano

Inshallah

María Pilar Marín Blesa

Sábado, 5 de agosto 2023, 00:03

Se encontró instalada en la misma habitación en la que su abuela pasó veintiún años de su vida. Ironías del destino, el 'fatum', mera casualidad… La invitación de la Universidad para dar una charla centrada en el tema de su libro 'Boabdil, luces y sombras', ... le había llegado unos meses antes. Aceptó amablemente pasar dos días en esa melancólica ciudad, no por ello exenta de belleza. La misiva no indicaba el lugar de alojamiento.

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El becario que la acompañó hasta la puerta de 'El Carmen de los Arrayanes' no tenía por qué conocer la historia de su familia ni los recuerdos de su infancia. Esos recuerdos que se agolpaban en su mente desparramándose frente a la luz vespertina que doraba, aún más, los muros rojizos de La Alhambra y que la llevaban al estanque de peces de colores, el olor a arrayán o el crujir de sus zapatos de niña sobre los parterres del jardín. Ahora el Carmen formaba parte del conglomerado de edificios, como tantos otros, destinados a albergar a ilustres, o no tan ilustres, invitados a la ciudad. Ella era uno de ellos.

Recordaba perfectamente aquella habitación, cuya entrada se abría al corredor de la primera planta, en la que estaban situados los dormitorios de la familia. Retenía en la memoria los momentos más lejanos de su infancia cuando la llevaban a visitar al hermano de su abuela, solterón, enfermo y ya muy mayor, sentado en la salita de la esquina con una manta en las rodillas, ya fuera invierno o verano. Está convencida de que la magia que emanaba de aquel lugar fue el germen que la llevó a interesarse tanto por la historia de la dinastía nazarí. Después fueron los paseos por los jardines de la Alhambra con la prima de su padre, las historias de la abuela al calor de la mesa camilla, las lecturas de los cuentos de Washington Irving envueltas en el romanticismo del siglo diecinueve. Y sin duda algo del suyo propio.

Deshizo su ligero equipaje y abrió los postigos del ventanal para admirar ese paisaje que, de tan irreal, parece un decorado de cine. Había comido algo en el tren y declinó amablemente la sugerencia de una cena bulliciosa en alguna de las placetas del Albayzín.

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Descubrió la cama y se sumergió en las sábanas de hilo, suaves y acogedoras, dispuesta a seguir leyendo la interesante novela que tenía empezada. Los sonidos del anochecer la fueron sumergiendo en una somnolencia, arrullada por el croar de las ranas, el canto de las chicharras y el aleteo de las golondrinas entre los árboles. «Los atardeceres son preciosos en esta ciudad», se dijo, con la intención de levantarse a contemplar el ocaso.

No sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando despertó sobresaltada. Le dio la sensación de que una mano se hubiera deslizado delicadamente sobre su cara y el tacto de unos labios en su frente. Todo estaba oscuro y sumido en un silencio que, de tan profundo, tenía su propio sonido. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y ésta se atenuó, en la línea de luz proyectada por la luna en la ventana, apareció claramente definida la figura de un hombre, envuelto en un halo difuminado. Vestía una túnica azul cobalto bajo un peto de tonalidades amarillentas, sus orejas se adornaban con aros y coronaba su cabeza con un turbante del que pendía una gema luminosa. En el duermevela de la madrugada le pareció vislumbrar una mirada triste, pero rotunda y firme, y al mismo tiempo llena de calidez, cuando muy suavemente extendió los brazos y abrió los labios para pronunciar una sola palabra: «Inshallah».

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Eran las ocho de la mañana y se dio media vuelta en la cama para parar la melodía con la que el teléfono la despertaba a un nuevo día. Sentía una sensación extraña pero placentera, como si una paz inmarcesible estuviera apoderada de su espíritu y la elevara por encima de las banalidades mundanas. En contadas ocasiones a lo largo de su vida había experimentado esta especie de nirvana. «Esto debe ser la felicidad», pensó. Se preparó para la jornada pero, al ir a recoger su bolso, algo brilló junto a la descalzadora del rincón. Al acercarse, descubrió un aro de oro gastado y pulido por el tiempo en cuyo anverso figuraban esculpidos unos caracteres árabes:

Dominaba lo bastante ese idioma para entender su significado.

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