'Un Vicente cualquiera' demuestra que el mejor teatro puede hacerse en Cazorla

Con la virtud añadida de haber sido concebido como un espectáculo multimedia y con toques performativos muy contemporáneos sin necesidad de recurrir a la voz microfonada del actor. Una costumbre que se ha generalizado en el panorama escénico nacional e internacional para comodidad de los actores y actrices multifacéticos, cuyas voces, al parecer, deben guardar el mismo tono sobre el escenario que frente a una cámara. Pero que no deja de birlar al público una porción importante de la imprescindible conexión directa con el o la intérprete, dejándose en el camino grandes retazos de la maravillosa magia del teatro.

Y es que una de las grandes virtudes de este arte, que lo hace único, es que ha de mostrarse sin trampa ni cartón, en riguroso directo. Compartiendo tiempo y espacio el actor o la actriz y su personaje; el público y sus pensamientos. Sensaciones y sentimientos simétricos o encontrados. Virtudes del teatro tan necesarias en estos tiempos de casi total ausencia de reflexión pausada. Porque desde el escenario se puede hacer reír o llorar, pero por encima de todo lo que debe provocarse al público es pensar, durante y, sobre todo, después del espectáculo.

'Un Vicente cualquiera' lo consigue y de qué manera. Porque Vicente es al mismo tiempo muchos Vicentes. Se trata de un personaje que engloba diversos seres. Puede ser un hombre, una mujer o, incluso, un animal. Su sexualidad también es diversa, así como sus ideas sobre la vida o la muerte, que llega inexorablemente a todos, hombres, mujeres y animales. Puede confundirse con una persona psicótica, esquizofrénica y que padece desdoblamiento de personalidad. Pero en realidad lo que asusta es precisamente todo lo contrario: su cordura. Su sinceridad y la absoluta ausencia de hipocresía de la que hace gala.

Quien acude al teatro para ver y escuchar a Vicente no puede esperar una obra con un principio, un nudo y un final. Este esquema aquí carece de importancia. Interesa cada momento, cada uno de los textos y su profundidad intelectual y dramática. Que este ser se muestre depauperado, herido y que espere una muerte segura pasados 60 minutos tan solo es el caparazón, el reflejo visible de sus palabras y de su respecto a los autores que las escribieron.

Como lo es el plano técnico de la obra. Con una iluminación que brilla por su precisión y que contribuye de forma decisiva al dramatismo de cada escena. Con una escenografía que se es parte indisoluble del propio personaje. Y con un complemento multimedia que redondea el entorno familiar y la múltiple complejidad de Vicente, sorprendiendo además al público expectante.

Una obra, en fin, que merecería tener un largo recorrido por teatros de Andalucía y España. Poder ser disfrutada y diseccionada por públicos diversos a los que, sin lugar a dudas, aportaría no solo entretenimiento, también una reflexión profunda. Y que sino esto debería, como mínimo, provocar cualquiera de las artes.