¿Qué hace en Churriana de la Vega una japonesa exmodista de trajes de flamenca y profesora de baile deportivo a sus 85 años? Así preguntado, parece un acertijo, pero la diminuta y risueña Keiko Watanabe lo explica, paciente, como se le explica una obviedad ... a alguien un poco torpe, mientras reprende suavemente a sus gatos por subirse en los papeles de la periodista. Los mininos, enormes, son de un pueblo de Granada pero entienden perfectamente el japonés.
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«Todo el mundo me pregunta si, a mi edad, no querría volver a Japón. ¡Ni hablar! ¡Ni hablar!», repite, y suelta una carcajada. «En Japón no tengo mi sitio. Mi casa está aquí», argumenta. La duda de si la frase es metafórica o literal parece disolverse cuando alude a los precios prohibitivos de la vivienda en su país natal. Pero justo después dice: «Llevo ya 50 años en España. ¿Qué te parece? Aquí estoy feliz».
Keiko nació en Himeji, al suroeste de Tokio, en 1939, y recuerda los bombardeos americanos que destruyeron su ciudad «como un juego», según le explicó a su amigo José Luis Yuste en la biografía publicada por la editorial Dauro hace ocho años. Tuvo una infancia feliz, con inquietudes artísticas y deportivas y una vocación por el ballet que su padre atajó, pensando en su bien, cuando ella tenía 13 años. «Ahí mi vida empezó a declinar», reflexiona Keiko. Se casó joven con un empresario, tuvo dos hijos y se dedicó a cuidar de ellos hasta que un buen día, a los 35 años, decidió dejarlo todo e irse a España para coser trajes de baile flamenco.
Hablar aquí de un giro de guion es quedarse muy corto. No conocía ni una palabra de español, no sabía nada de flamenco y tenía nociones básicas de costura que aprendió de niña. Ella solo puede explicarlo como una especie de revelación que le llegó en la voz de su hermano muerto. El hecho es que se separó de su marido y de sus hijos, a los que no volvería a ver en una década, y se plantó en Madrid en enero de 1974.
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Con mucho esfuerzo y bastantes penurias económicas, tardó dos años en aprender en otros talleres a dominar la complicada técnica de diseñar, cortar y coser vestidos capaces de acompañar a una bailaora en sus movimientos. Después abrió su propio taller y a finales de los 70 ya era una modista cotizada que hacía trajes artesanos exclusivos para artistas como Blanca del Rey y Lola Greco, y compañías como el Ballet Nacional o el Ballet Español de Madrid. El eco de su fama llegó hasta Japón, que en aquellos años asistía al nacimiento de espectáculos y academias como setas y desde donde empezaron a lloverle los encargos. También hizo piezas para profesionales de Francia, Inglaterra, Finlandia, Estados Unidos, Canadá, Australia y Sudáfrica.
Keiko Watanabe ya está acostumbrada a contar su historia. En 2017, el periodista y escritor José Luis Yuste, al que había conocido veinte años antes con motivo de una exposición de sus mejores vestidos en Madrid, publicó 'La historia de Keiko' en la editorial granadina Dauro. Hace unos días, cedió buena parte de sus fotografías y documentos a la investigadora Mariko Ogura, que prepara su tesis doctoral y un libro sobre los cien años de la llegada del flamenco a Japón. «Todo el mundo sabe que Japón es la segunda patria del flamenco, pero apenas hay investigaciones sobre el tema», explica Ogura. Para terminar, el periodista Gonzalo Robledo, corresponsal de El País y Efe en Tokio, está preparando un documental sobre flamencos japoneses en el que estará Keiko.
El boom del flamenco en su país coincidió con su enésima crisis en España, así que, cuando la compañía Chacott le propuso montar un taller en la Alpujarra para hacer vestidos con destino al mercado nipón, aceptó. Se instaló con su pareja, el ebanista Santi Chicote, en Pitres, pero el negocio no funcionó. «Los trajes que yo hacía salían demasiado caros», reconoce.
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Tras aquel tropezón, ya no disponían de piso en Madrid, Santi se puso enfermo y la ciudad de la Alhambra les parecía un buen lugar para vivir tranquilos. «Creo que Granada tiene algo. Mi maestro espiritual me dijo una vez que en alguna vida anterior fui andaluza», explica Keiko, que fue educada en la tradición budista. Al menos, así explica que jamás se haya sentido extraña en esta tierra.
Lo único que no le convence del todo es la comida –la encuentra demasiado aceitosa–, por lo que, después de muchos años en los que el trabajo le obligaba a depender de fogones ajenos, ahora solo come los platos japoneses que ella misma cocina.
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Keiko ha convertido Churriana de la Vega en su último hogar: aquí fue donde se instaló hace ya 20 años, donde se casó y donde murió su marido. También aquí cosió su último vestido de baile –se jubiló a los 70– y retomó su vocación juvenil montando una pequeña academia de baile deportivo en colaboración con el área de Cultura y Deportes del Ayuntamiento. «No es el mismo baile, pero me mantiene en forma y feliz», explica. Vals inglés y vienés, tango, slow fox, quick step, dentro del baile standard, y cha-cha-chá, rumba, samba, pasodoble y Jive, en el latino, son las disciplinas que practica. Admite que tiene problemas para encontrar alumnos en su pueblo. ¿Demasiados autóctonos con dos pies izquierdos? «Muchas mujeres me dicen que les encantaría bailar, pero que sus maridos no quieren», lamenta. Ahora mismo enseña a cuatro parejas, dos de ellas locales.
No tiene contacto con el mundo flamenco de Granada. En Madrid conoció a Mario Maya y cosió vestidos para su mujer, Carmen Mora, y su hija, Belén Maya. En aquella época dorada, asistía a espectáculos para «ver bailar» sus vestidos. Blanca del Rey la llamaba al escenario y la presentaba al público como su modista. Eran otros tiempos.
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En diciembre pasado hizo su último viaje a Japón. Estuvo con sus hijos y a sus nietos, vio a sus amigos –algunas bailaoras y modistas de flamenco– y visitó lugares queridos. También pilló un covid del que tardó en recuperarse más de un mes. No piensa volver. «Es un viaje muy largo –más de 16 horas en dos vuelos–. Creo que ya no tengo edad ni fuerza para regresar», explica, sin dramatismo.
Menuda y amable, nos despide en el salón de su casa, acompañada de sus tres gatos y rodeada de recuerdos: fotos de su marido Santi, de sus volantes y sus bailaoras, sus máquinas de coser, el maniquí que compró hace 50 años... «Aquí estoy muy a gusto».
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